Nadie escapa al paso del tiempo, ni siquiera los más grandes. La última en sufrir estos estragos ha sido Serena Williams. La estadounidense, castigada por las lesiones, abogó en 2016 por repetir la estrategia del curso anterior y ausentarse del circuito en el tramo final. La intensa pretemporada, en cambio, no ha surgido efecto alguno. La campeona de veintidós Grand Slam perdió tras cometer 88 errores no forzados ante Madison Brengle. Se acabó su aplastante superioridad, que la permitía escoger a gusto las citas del calendario. Deberá sufrir y reinventarse para llevar su nombre a lo más alto.
En el tramo final de los dos últimos cursos Serena ha afrontado una situación similar. La estadounidense, con molestias en la espalda y en la rodilla, se ha visto obligada a renunciar a la competición, siempre con la expectativa puesta en cuajar un buen inicio al curso siguiente. La fórmula le dio éxito en 2016, cuando alcanzó la final en el Abierto de Australia e Indian Wells, pese a que en ambas terminó de derrotada. El guion ha cambiado en este nuevo año, después de caer eliminada frete a Brengle en la segunda ronda del WTA de Auckland.
El problema no reside en su tempranera eliminación, sino más bien en la forma en la que esta se ha fraguado. La estadounidense cometió ochenta y ocho errores no forzados en poco más de dos horas, una cifra “demasiado alta”, según la propia tenista, que reconoce que no puede esperar ganar “con tantos errores”. Williams no escondió su enfado al término del envite: “Estoy tratando de pensar en una palabra que no sea obscena para definir la forma en que jugué. He jugado muy poco profesional».
Su rostro reflejó incomprensión a un problema al que no hallaba respuesta. “Yo nunca he vuelto al tenis así en mi vida. Es frustrante, sobre todo porque trabajé muy duro en la pretemporada antes de reaparecer en Melbourne”, expresó. A sus treinta y cinco años, la estadounidense puede hallar problemas a la hora de afrontar torneos muy separados en el tiempo. Curiosamente, donde residía su principal virtud, siempre con regresos fulgurantes y con un rendimiento extremadamente bueno en los grandes escenarios, después de ignorar citas de escaso calibre.
Con veintidós Grand Slam, Serena es considerada por muchos la mejor tenista de la historia. Tras conquistar Wimbledon su única meta se centró en superar a Steffi Graf en número de Majors. En su casa, las entradas para la final femenina del último US Open se agotaron con rapidez. La presión la pudo, Pliskova dio buena cuenta de ello. Por si fuera poco castigo, Kerber le arrebató el número uno. Un cambio de trono que en ese momento se erigía momentáneo, pero que ahora se vislumbra como duradero.
La edad hace mella y el circuito femenino ya no posee dueña. Serena siempre ha basado su tenis en un juego potente en el fondo de la pista, y si su derecha no calibra como antaño los errores se sucederán como ante Brengle. Su juego podría adoptar una forma aleatoria, similar al de otras tenistas como Garbiñe el pasado curso. Un problema que tiene solución, como bien ha demostrado la española en este inicio de 2017 en Brisbane.
La incógnita es si a su avanzada edad será capaz de reinventarse. Y más incierto aún, si su cuerpo la permitirá competir con regularidad. Y es que a coletazos, a parones, parece que tendrá serias dificultades. El ocaso acecha a una de las tenistas más grandes de todos los tiempos, que no obstante, tratará de imponerse a los elementos para situar su nombre al frente de la historia. Ese, ahora mismo, es su único deseo: dejar atrás a Graf y Margaret Court.
Alberto Puente