Cuando Rafael Nadal levantó Roland Garros con tan sólo dieciocho años todos vislumbraron al que podía erigirse como el mejor de la historia sobre tierra batida. Sin embargo, el circuito se mostraba más escéptico sobre la posibilidad de que el español rindiera de forma similar sobre otras superficies, como el propio Roger Federer admitió con el transcurso de los años. El manacorense no tardó demasiado en disipar aquellas dudas al alcanzar las rondas finales en Wimbledon, el escenario más opuesto posible. El culmen llegó en 2008, con un triunfo sobre el suizo en una de las finales de Grand Slam más recordadas de la historia.
Desde entonces, la hierba dejó de ser un territorio hostil para Rafa, que dos años más tarde repitió la hazaña. Se consumó una historia de amor entre el All England Club y el español, que pudo haber dado un paso más en 2011 si Djokovic no se hubiera cruzado en el camino. Con el paso del tiempo este sentimiento se ha marchitado. Nadal se ha sentido más cómodo en los últimos años hasta en Melbourne, donde sólo suma un trofeo, pero donde ha alcanzado más recientemente dos finales. En Wimbledon sus resultados han dejado de brillar y cada año su tránsito por Londres se ha asemejado más a una odisea que a un reto factible.
En los últimos seis años su bagaje ha sido muy pobre. Tanto, que su techo han sido los octavos de final (2014 y 2017). En 2016 no participó por lesión y en las tres ediciones restantes fue sorprendido por jugadores de un ranking muy inferior: Lukas Rosol (100), Darcis (135) y Brown (102). Este año, pese a haber recuperado las sensaciones con su derecha y llegar tras un periodo de descanso post triunfo en Roland Garros, no pudo ante un sacador como Muller. Su travesía por la hierba ha dejado de ser sinónimo de éxito pese a sus continuos intentos, lo cual le puede llevar a replantearse seriamente su futuro.
En el horizonte emergen dos cuestiones: si Nadal volverá a ganar Wimbledon y si existe la posibilidad de que no vuelva jugar sobre esa hierba. La próxima temporada el balear cumplirá 32 años, una edad más que considerable si nos atenemos al sinfín de lesiones que ha atravesado a lo largo de su trayectoria. Estas molestias han sido más frecuentes en los últimos años: tras un 2016 donde se vio obligado a renunciar a la mitad del curso, en 2017 ha acusado en la recta final un calendario cargado, pese a que su intención ha sido preservar su físico.
De las fechas fijadas a comienzo de temporada, Nadal renunció a tres torneos: Rotterdam, Queen’s y Basilea. Pero no ha sido suficiente. En París acusó molestias que persistieron en Londres. A la par, ha vislumbrado como Federer ha renunciado a toda la gira de arcilla con éxito, ya que el suizo también ha levantado dos ‘majors’ y únicamente ha perdido cinco encuentros. Y lo mejor de todo, el de Basilea no ha tenido dolencia alguna a sus 35 años mientras el resto del Top Ten permanecía en la enfermería.
El de Basilea es todo un ejemplo en el que fijarse. No sólo por talento, sino por sabiduría. El español dijo no haberse arrepentido de disputar el Masters 1000 de París, uno de los tres que restan en su palmarés, pero lo cierto es que eso le privó de cuajar una buena Copa de Maestros, el otro ‘grande’ que le falta por sumar a sus vitrinas. Hace escasos días Federer lanzó un mensaje a sus rivales, en esta época en la las carreras se han alargado más allá de los treinta años: “Conforme te hacer mayor, quizá debas organizar tu calendario de forma diferente”.
Un mensaje indirecto en el que Nadal puede, o no, darse por aludido. El español seguramente planifique 2018 con una mirada diferente. Su intención es completar la gira de arcilla, por lo que el descanso debería producirse a mitad de año o en la recta final. La duda que emerge ahora es si se descargará de torneos menores y mantendrá el hambre por todos los títulos, o si como Federer dejará clara sus prioridades. El suizo podría no volver a jugar nunca más en Roland Garros, y quién sabe si Nadal ya ha dicho adiós de forma definitiva a Wimbledon.
Alberto Puente