Dentro de los conceptos sobre educación financiera, hoy abordamos uno del que se habla constantemente en economía: la inflación. Este término hace referencia al aumento sostenido en el tiempo del precio de bienes y servicios. Concretamente, los economistas definen la tasa de inflación como el porcentaje de variación del nivel general de precios entre dos periodos consecutivos. Cuando esta tasa es negativa y los precios se reducen de forma sostenida, hablamos de deflación.
Como buena variable económica, la inflación se determina por el equilibrio entre la demanda y la oferta de dinero. La oferta de dinero la fija el Banco Central, mientras que la demanda depende de la cantidad de bienes y servicios que se intercambian en la economía (en tanto que, para intercambiarlos, es necesario el dinero). Cuando la oferta de dinero crece más rápidamente que su demanda, cae el precio del dinero y tenemos inflación: la misma moneda de euro puede adquirir menos bienes y servicios. Por esta razón, los economistas afirman que la inflación es un fenómeno monetario.
La importancia de medir bien la inflación
La evolución de la inflación resulta de gran importancia en un país, ya que refleja la evolución del coste de la vida. Por ello, los salarios, las pensiones de jubilación públicas, las tasas e impuestos específicos o los contratos de alquiler, entre otros, se suelen modificar, en parte, en función de la inflación. Además, también resulta de gran importancia a nivel macroeconómico, ya que la evolución de los precios es fundamental para la formulación de la política monetaria de un país. Viendo la relevancia que tiene, es fundamental medir la inflación de forma precisa y puntual.
Para medir la inflación, se necesita un indicador del nivel de precios, como el Índice de Precios de Consumo (IPC), que mide de forma genérica los precios de los elementos que conforman una “cesta de la compra”. El IPC se calcula a partir de dos inputs básicos: una cesta de la compra, que contiene la cantidad de bienes y servicios que consume un hogar representativo, y los precios de estos bienes y servicios. Con estos datos se calcula el gasto necesario para adquirir la cesta con una frecuencia determinada, generalmente cada mes. La inflación, por tanto, mide la evolución del gasto necesario para adquirir esta cesta de bienes predeterminada.
Lo ideal: una inflación estable y moderada
Es difícil determinar cuál es el nivel óptimo al que debe evolucionar la inflación: ¿es mejor que haya inflación o deflación?
Por un lado, una inflación elevada tiene costes importantes porque obliga a empresas, trabajadores y consumidores a reajustar precios y salarios continuamente, además de generar incertidumbre sobre cuál será el precio de un bien o servicio en el día de mañana (basta con que imaginemos una trabajadora que cada día renegocia su sueldo, una librería que cada día modifica el precio de todos sus libros o un ahorrador que no puede precisar el retorno real de sus inversiones).
Por otro lado, la deflación tampoco es buena para una economía, ya que se puede caer en la espiral peligrosa de pensar que, como los bienes bajan de precio, lo lógico es retrasar las compras y las inversiones porque mañana será más barato y esto provoca que las empresas no reciban ingresos y, en casos extremos, desaparezcan, generando de esta forma desempleo.
Aunque, en teoría, podríamos concluir que lo más deseable sería que los precios se mantuvieran estables (es decir, que no hubiera ni inflación ni deflación), en la práctica existen problemas para medir correctamente la variación de los precios que nos llevan a sobrestimar la inflación. A causa de estos problemas de medida, si persiguiéramos una “inflación 0”, muy probablemente en realidad se estaría produciendo deflación, con sus consiguientes problemas.
Así pues, podemos concluir que lo óptimo es una inflación moderada y estable.
Redacción