Irigoyen recuerda que el primer libro que compró en su adolescencia fueron las Fábulas, de Félix María Samaniego, autor de la Ilustración, y señala que desde ese momento ha sentido un afecto especial por este autor y ha tenido el deseo de seguir los pasos de sus maestros, Fedro, La Fontaine o Samaniego.
Aunque las Fábulas de Esopo carecen de localización geográfica, el poeta y ensayista localiza sus fábulas en distintas ciudades griegas, muy familiares para él por haber vivido tres años en Grecia. De hecho, el autor en el prólogo de su libro asegura que hay dos palabras que ama especialmente: España, «una palabra hoy, absurdamente, de uso casi prohibido en España -salvo en las retransmisiones deportivas internacionales- y Grecia, mi patria adoptiva».
Además, de esa forma el escritor contribuye a «familiarizar» a los más pequeños con otras culturas como la griega, algo que también pretende al incluir, deliberadamente, algún acontecimiento histórico y algo de mitología. Para Irigoyen, Fábulas de Grecia no es sólo un libro para niños, sino que está recomendado -dice- «para lectores desde 9 a 99 años», aunque se muestra convencido de que muchos adultos «sólo con ver sus ilustraciones -realizadas por Patrice Blanquart- tendrán prejuicio al comprarlo».
«Esto es simplemente falta de educación literaria», asegura el escritor, quien lamenta que el mercado «contribuya a que no nos eduquemos», y así -dice- su libro irá directamente a las mesas de novedades de infantil y juvenil «y no estará jamás en una mesa de novedades de adultos».
Antes Roald Dahl que García Márquez
Ramón Irigoyen reconoce que, para él, no supone ninguna cortapisa la literatura supuestamente dirigida al público infantil, y asegura que un libro como Charlie y la fábrica de chocolate, del autor británico Roald Dahl, le parece «de más nivel que una de las grandes novelas de Gabriel García Márquez: ‘El coronel no tiene quien le escriba'», y que releería el primero antes que el segundo.
El también traductor reconoce que ha tenido que renunciar a su deseo de escribir estas fábulas en verso, como hicieron Fedro, La Fontaine, Samaniego o Tomas de Iriarte, al considerar que el lector de hoy «no tiene educado musicalmente el oído para leer versos», motivo por el cual no tuvo más remedio que escribirlas en prosa.
Esa falta de educación musical del oído es hoy general, según el autor, y la tienen también los supuestamente considerados grandes escritores, algo que -dice- proviene del XIX, momento en que los escritores abandonan la educación con los clásicos griegos -tradicional en los autores del XVIII- y el oído «se deja de educar».
«No es mi caso», dice Irigoyen, quien en una conversación es capaz de oír el número de sílabas de las frases, y quien lamenta haber perdido la formación literaria de los antiguos y se muestra convencido de que «cada vez irá a peor, porque ahora lo de educar el oído suena a cuento chino».
Crítica a la literatura actual
El poeta se muestra crítico con la literatura que triunfa actualmente, a la que describe como «elemental, sin ningún truco literario y con una simple trama argumental» y, con ironía, asegura que sus fábulas suponen «un libro de humor blanco, imitando a Emilio Aragón, en el que no se habla de sexo, no se ataca a la monarquía, a los partidos políticos ni a la religión».
«Esta bondad mía se merecería, como poco, que el Papa Benedicto XVI me lo premie iniciando mi proceso de canonización», subraya con sorna Irigoyen, quien se muestra agradecido a su libro anterior, Pequeña historia de la filosofía, por haberle aficionado a la filosofía, una materia en la que le tocaron en suerte, dice, «unos profesores, además de sabios, soporíferos a más no poder».