Dieciocho años después del primero de sus cuatro intentos, Javier Arenas (Sevilla, 1955) acaba de obtener una victoria inédita que le puede terminar resultando no sólo inútil sino letal. Como en el mito de Sísifo, el líder del PP andaluz ha logrado empujar la piedra de las papeletas hasta una cima que durante tres décadas había estado vedada a los conservadores. Pero, salvo en la remota hipótesis de que Izquierda Unida reedite lo ocurrido en Extremadura y se abstenga en la investidura presidencial, la piedra del PP caerá monte abajo. En resumen, o Arenas gobierna o corre el riesgo de quedar aplastado sin haber cumplido esa suerte de mayoría de edad política que era alcanzar la Presidencia andaluza.
Simpático, con talento para sortear debates espinosos –por ejemplo, el de su sueldo real, 178.000 euros en 2011-, este sevillano de raigambre gaditana es probablemente el político español al que con mayor tenacidad se ha resistido un electorado. Pero, también, el que mayor resistencia ha opuesto a la idea de abandonar el escenario. Empujado por una crisis feroz (31,6% de tasa regional de paro) y por el monumental escándalo de los ERE, Arenas ya se veía capitaneando el Gobierno andaluz pese a sus llamamientos formales a la cautela. Tras la que se perfila como una victoria pírrica, la resistencia del candidato amenaza con verse quebrada por eso que los ingenieros llaman fatiga de materiales: tantas veces lo ha intentado y tantas sin éxito que lo que hasta ayer parecía un panzer imposible de frenar puede romperse sin remedio.
Desde luego, los resultados parecen confirmar que, aunque debilitado, sobre el PP andaluz aún pesa el maleficio de aquella foto de 1994 que vale lo que una tesis sobre el divorcio histórico entre la derecha y los andaluces. Incorporada al imaginario electoral de los últimos tres lustros, esa instantánea muestra cómo un joven Arenas sonríe a la cámara sentado en un sillón del madrileño hotel Palace mientras el limpiabotas le abrillanta el zapato derecho postrado ante él.
El zapato derecho, sin duda, nunca ha dejado de marcar el paso. Pero cuando regresó a Sevilla en 2004 tras ocho años de exilio madrileño en los que, primero, fue titular de Trabajo, secretario general del PP, ministro de Administraciones y vicepresidente segundo en el último Gobierno de Aznar, Arenas se marcó una meta: enterrar el cliché de señorito y enfundarse el uniforme de una clase media urbana cada vez más despegada del PSOE.
El dirigente conservador ha tratado de arrollar a los socialista con un discurso de música regeneracionista pero a cuya letra le ocurre como a la de Rajoy: que ni su propio autor la entiende a veces. O que cambia según las circunstancias. Un ejemplo: el PER, el subsidio jornalero que alumbró el concepto de “voto cautivo”, ha desaparecido de su discurso. Y ha desaparecido porque Arenas entendió que, bajo el ataque al PER, la Andalucía rural atisbaba la garrota de la derecha cortijera.
Muy posiblemente, en el recelo de un importante segmento de la ciudadanía andaluza hacia los modos de esa derecha y el temor a un recorte presupuestario de magnitudes catastróficas radica la clave de por qué el “campeón” que ayer aspiraba a hacer bueno su apodo ha tropezado de nuevo en las urnas.