Tuvo una sensación de frialdad que le recorrió de abajo a arriba. Se le erizó el vello por todo el cuerpo y un escalofrío le hizo tiritar. La tenía delante, a menos de un metro de distancia, en la sala de juntas, en su puesto habitual, erguida sobre la silla, sentada sobre su falda azul, con la blusa blanca desabotonada y dejando entrever el perfil de de su pecho izquierdo, que asomaba indiscreto, buscando la luz como un girasol, para exhibirse en toda su plenitud; con la piel blanca y un insospechado lunar asomándose tímidamente entre los encajes del sujetador.
Estaba excitado porque le llegaba con suavidad el aire denso y perfumado que su cuerpo exhalaba. Siempre que había reunión del Consejo ella se sentaba en el mismo sitio y a él le asaltaba la misma excitación. La miraba con timidez y la desnudaba con velocidad, una y otra vez cada vez que dirigía la vista hacia ella, le arrancaba los botones, la despojaba de la blusa, tiraba de los encajes del sujetador color carne que se deshacían como polvo de estrellas entre sus dedos inquietos; frotaba con las yemas las aureolas que coloreaban la cima de los
montes rosados y blancos, y finalmente dejaba caer su rostro sobre ellos, con la boca abierta, para devorarlos con agitación, mientras sus manos resbalaban con agilidad, con una cuidada dureza, para arrancar bajo la superficie azul de su falda, el diminuto y suave tejido del mismo
color que su sostén, el imaginado e inútil trapito tras el que se ocultaba el placer húmedo con el que soñaba.
Ella, entregada, gemía y se agitaba respirando con profundidad, dejando que sus pechos saltasen libres, desacompasados, alegres, mientras se inundaban de diminutas y cristalinas gotas de sudor, el fruto húmedo que florecía en ellos. Envuelta en aquel clímax, la tensión
se desbordaba por su cuerpo por obra de la maestría que él tenía en sus manos de dedos finos y largos que se deslizaban por dentro y por fuera de ella, cubiertos por el delicado paño empapado, aún sujeto a sus caderas por una fina goma.
Ella en toda su plenitud se movía entrelazando sus piernas en su cuerpo desbocado, y entonces comenzaba a morder con una fuerza intensa su cuello, sus pómulos, a lamer con su lengua la lija severa del rostro de él, mal afeitado.
Envueltos en la cúspide del placer, le abría las piernas y se bajaba los pantalones para apuntalar con firmeza el acto sexual, allí mismo, a la vista de todos, mientras el director exponía con angustiosa parsimonia la evolución del crédito y la necesidad de provisionar con nuevos fondos para proteger los activos tóxicos.
Y entonces él, que no apartaba la vista de ella, le lanzaba un dardo de fuego que surgía de sus pupilas y convertía el deseo en una fantasía que se clavaba en la caverna abrupta de su sexo, y entre tipos de interés y evolución de los mercados, hubo un momento en el que no pudo contenerse porque la daga encendida que pugnaba por salir de sus pantalones, perdía definitivamente el control y tras estallar en intensas convulsiones arrojaba en sus piernas un latigazo que empapaba su ropa de dentro a fuera.
Esto ocurrió justo en el instante en el que ella lo miraba con sus ojos de miel, su hermoso cuerpo escondido tras el traje de blusa blanca y falda azul, y él derramándose de golpe, la veíamirarlo mientras sus ojos se nublaban y ella acercaba su rostro, abría la boca y gritaba con un rugido estridente ¡Ramírez!, justo en el instante en que al producirse la erupción, golpeaba con su brazo izquierdo la bandeja que Gertrudis, la secretaria, arrimaba por su izquierda empapándolo con el vaso de agua y abrasándolo con el café largo americano ardiente.
Y pegó un salto, despertando de la imaginación, resurgiendo de la fantasía, crepitando en plena realidad, más acá del sueño mojado que había tenido, y las manchas de lo uno disimularon lo otro, pero lo que no pudo disimular fuer el dolor, el inmenso dolor que sintió al prenderse fuego la barra erguida de su sexo, los muslos y las rodillas, pero sobre todo al ver la cara de ella desencajada por la risa, explotando en una enorme carcajada, con lagrimas
cayendo por sus mejillas.
Y toda la sala en pleno festival de diversión gritando un humillante y continuo: ¡Ramírez! ¡Ramírez! Ramírez!
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Los vaivenes de Ramírez