Sacralizada por un extremo y banalizada hasta el ridículo por el otro, la Constitución ha provisto el marco político democrático más largo y estable de la historia de España. Puede, sin duda, el que quiera presumir de ello.
El problema en la España del 2016 es que nadie se atreve. Unos cuantos abrirán Ayuntamientos hoy, en desprecio a la ley que el pueblo español votó y en buena muestra de que los referéndum gustan si deciden lo que a unos gusta y se ignoran si deciden lo contrario. La intimidación que corresponde a la política de la ira ha devaluado el ya débil apoyo constitucional.
En el debe de la Constitución vigente puede señalarse cierta insuficiencia política, típicamente española: la falta de patriotismo constitucional entre las fuerzas políticas. Ha sido un texto generalmente respetado -como producto de un consenso histórico-, pero poco enfatizado. De hecho, las fuerzas políticas firmantes han ido dejando en manos de la derecha política – y una lectura restrictiva- el patrimonio constitucionalista cuando la iniciativa reformadora vino, sin excepciones, desde la izquierda.
La crisis, el postmaterialismo y el modelo de estado
El dramatismo de la crisis financiera y la consiguiente debilidad institucional ha enfatizado las limitaciones constitucionales. A pesar de ello la norma fundamental soportaría un análisis de calidad democrática para la mayoría de españoles y españolas.
Según el CIS, el 55,8 de españoles y españolas valorarían entre el aprobado y el sobresaliente a la democracia española. Los más desafectos se encuentran en la clase alta y la más satisfecha es la vieja clase media. Es decir, el sector social que se benefició de la transición española y que ha transmitido sus aspiraciones a sus herederos: las nuevas clases medias urbanas.
Esta es una de las claves de la aparente crisis de confianza constitucional: la incapacidad del sistema político para proveer estabilidad material a las clases medias y a sus hijos formados aparece como uno de los focos de tensión.
No es un dato menor recordar que el 60% de la población española no había nacido en el momento constituyente. Es decir, la cultura de consenso, amplias mayorías para la reforma constitucional y deseo de estabilidad no se perciben con la misma intensidad.
No puede ignorarse, tampoco, la rápida modernización de la sociedad española. Los años de bonanza hicieron a la sociedad española profundamente postmaterialista, haciendo crecer una tercera ola de derechos de bienestar que no estaba en la agenda política, a finales de los setenta.
Por último, debe citarse naturalmente, la cuestión del modelo de estado, siempre controvertida. No obstante, sobre este tema puede plantearse una seria duda: qué fue primero. Efectivamente, es una constante en la historia de España que las crisis económicas, sociales o políticas – de cualquier monarquía, régimen o modelo económico- producen, desde la unificación de los Reyes Católicos, estruendosos debates territoriales.
No obstante, que frente a la sensatez de Urkullu, heredero del único partido relevante que no votó la Constitución, se levante el independentismo de Puigdemont puede atribuirse – además de a la crisis económica y política – a intereses de la sociedad política catalana para evadir la constancia de su declive y pérdida de influencia.
Las abundantes iniciativas reformadoras
Fue el expresidente Zapatero quien impulsó – al hilo de la crisis y del mandato europeo- una contestada reforma por la vía de urgencia: la constitucionalización de la limitación del déficit público. La otra reforma, en los treintaiocho años de vigencia, ha sido la del voto local de los nacionales europeos.
A petición de Rodríguez Zapatero, el Consejo de Estado elaboró un dictamen sobre cuatro reformas constitucionales: el fin de la prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión de la Corona, recoger en la Constitución el hecho de la integración europea de España, la reforma del Senado y la inclusión de los nombres de las comunidades autónomas en el texto legal.
No obstante, el mapa de las reformas potenciales es más amplio. La esclerosis constitucional, se afirma, procede de necesidades y demandas de derechos sociales y políticos – algunos de nueva generación- inexistentes en el momento constituyente.
Se ha planteado que la Seguridad Social y la Salud pasen a formar parte de los derechos fundamentales. Se ha propuesto la constitucionalización de un nuevo sistema electoral, la supresión de los indultos o la apertura automática de comisiones de investigación. Hay quien desea que el derecho a la propiedad familiar sea un derecho fundamental, la posibilidad de que cuestiones como la vivienda, el trabajo o las pensiones pasen a ser derechos justiciables. También, incluir un pacto lingüístico o un pacto de financiación autonómica. Se plantea que la reforma de la corona debe ir más allá de la igualdad de género para plantear su propia naturaleza.
El mapa político se ha llenado de reformadores y reformadoras que aspiran a sustituir el modelo abierto de la Constitución española por una suerte de reglamentismo que limite los márgenes de maniobra del gobierno de turno.
Y sin embargo…
El carácter abierto de la Constitución española ha permitido, cuando ha existido voluntad política, avances sociales en materia de derechos o de igualdad. No impidió en el pasado la convergencia de rentas entre diversos actores sociales ni la universalización de derechos de todo tipo. La supresión del límite más hiriente – la sostenibilidad fiscal- puede adoptarse con la misma velocidad que se impuso.
Negando valor al texto constitucional, se corre el riesgo aparente de constitucionalizar la política de la ira, de volver al bailoteo constitucional del siglo XIX y de convertir en constituyente a todo parlamento electo.
No se merece este trato un texto que ha soportado cinco años de bronca política y nos ha dado treintaiocho de convivencia.
Miguel de la Balsa