En alguno de mis artículos anteriores he tratado de poner de manifiesto las grandes deficiencias que presenta nuestra organización política para poder ser considerada un Estado de Derecho. Puede parecer que esa opinión ha de ser rectificada a la vista del Anteproyecto de Ley que impondrá a los menores deberes en relación a la vida familiar. Alguien podría pensar: para que luego digan los críticos… nada menos que una norma del mayor rango entre las jurídicas se destina a “regular” la vida en familia. Claro que, ahora que pienso, resulta que no es prueba de que vivamos en un Estado de Derecho que aquella nobilísima institución (como cualquier otra) sea objeto de “regulación” por un texto por más que éste revista la formal apariencia de ley. Porque el Estado no es de Derecho en razón de las normas, jurídicas o con apariencia de tales, que produce, sino en virtud de que somete sus poderes al derecho e impone coercitivamente el cumplimiento del mismo en todas las relaciones sociales que postulan el orden jurídico. Además, el derecho no se caracteriza, pese a todas las aberraciones intelectuales del positivismo en cualquiera de sus formas, por la simple expresión formulista que adopte una norma. Vistas así las cosas, la Ley que planea sobre situaciones o posiciones personales en la familia no solo no me ha de llevar a la rectificación de la opinión a la que al principio me refiero, sino que, antes al contrario, me confirma en ella.
Pero el mencionado Anteproyecto me obliga, en cambio, a entonar la más sentida palinodia porque en un reciente artículo, al expresar mi disenso sobre que el PP sea un partido de derechas, sin embargo todavía lo diferenciaba del PSOE atribuyéndole el no llevar sus designios intervencionistas hasta los límites extremos de éste último. Pues bien, en esto sí que debo rectificar porque pocos aspectos de la vida humana son de suyo tan impenetrables por un “derecho regulatorio” al uso como las relaciones personales en el seno de la familia. Al invadir, pues, esa esfera mediante el Anteproyecto de Ley al que me refiero, el partido en el gobierno se muestra pugnaz con la izquierda por ocupar el primer puesto en la ideología que la define y que consiste, en último extremo, en el sacrificio de la libertad de la persona en aras de unas quimeras ingenieriles relativas supuestamente a la sociedad y que han de ser, en parte, futo de los “derechos regulatorios”.
Ya puestos, imagino que la ley proyectada contemplará la figura de un “teléfono de ayuda a los padres”, ¡uy!, ustedes perdonen, quiero decir a los progenitores, para cuando los menores no cumplan los deberes de hacer sus camas, poner y quitar la mesa y así. De esta manera quedará justificada además la creación de organismos consultivos a distintas escalas, desde la local a la nacional, ¡uy!, quiero decir, estatal, destinados a meditar y elaborar estudios e informes, sobre los difíciles y gravísimos problemas afectantes al “interés público” (o “interés general”, que en el modo de denominar eso las dos formas parecen intercambiables) creados por el modo de cumplir o no cumplir los menores sus deberes legales. Incluso quedará justificado también que se dé ocasión de entrar a los jueces, que serán así una vez más considerados “agentes sociales”, aunque, sinceramente confieso mi pecado, no sabría decir en este momento si representativos o no.
Pero desgraciadamente la calificación de los problemas como dificilísimos y gravísimos no solo se hace, por desgracia, con intención de ironía porque es verdad que en problemas difíciles y graves se convierten las relaciones entre padres e hijos o entre mayores y menores en el seno de la familia, cuando esas relaciones se extraen del ámbito del amor que les es propio y se llevan al de la coacción. ¿Por qué me vendrá ahora a la memoria “Amor y Pedagogía”, la novela de ese titán del pensamiento y del sentido común que era Don Miguel de Unamuno? Ya ven, ¡cosas!
Aunque pensaba dedicar el artículo de esta semana a la crítica de la concepción de la jurisprudencia vinculante que se deduce del Anteproyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial, no he querido dejar sin saludar inmediatamente que he podido al glorioso intento de ingeniería del que saldrá, sin duda, una familia apolínea en vez de la que resulta de un detestable espontaneísmo dionisiaco. Creo además cumplir de este modo con un deber de justicia -¿recuerdan?, quizá ya no, “dar a cada uno lo suyo”- para con el partido en el gobierno al que debe reconocérsele, de un lado, el mismo grado de estima por el “progreso” que les corresponde por derecho propio a las izquierdas y, de otro, en consecuencia, que no es de derechas ni las representa pese a sus oportunistas disfraces, incluidos los que le procura su legión de corifeos tertulianos y similares.
José María de la Cuesta y Rute Catedrático
Emérito de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid; Profesor de la Universidad (On-line) Internacional de la Rioja; Abogado; del Consejo Académico de Nuñez, González & Rodriguez Abogados. Las Palmas de Gran Canaria.