viernes, noviembre 22, 2024
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La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, la Ley 10/2012 de tasas judiciales –y el Real Decreto-Ley 3/2013 que la modifica–, el Real Decreto-Ley 3/2012 que reformó el mercado laboral, la Ley 27/2013 de reforma de la Administración Local… Todas ellas tienen en común que son los grandes hitos reformistas del Gobierno de Mariano Rajoy, y también que se encuentran recurridas ante el Tribunal Constitucional.

Desde que en mayo de 2010 el presidente Zapatero anunció en el Congreso de los Diputados el mayor giro en política económica de la Historia de España, es costumbre asentada en San Jerónimo y La Moncloa legislar cueste lo que cueste. Si bien antes de ese “final de la escapada” –como lo tituló algún periódico a cinco columnas– ya se venía realizando una actividad legislativa negligente y fácilmente discutible desde el punto de vista constitucional, los años más duros de la crisis han provocado la quiebra absoluta del ordenamiento jurídico.

Proyectos aprobados prácticamente en lectura única, desproporcionado abuso de los Decretos-Leyes, injustificada alergia a los textos refundidos, Leyes de diez artículos que modifican dos docenas de otras normas… La labor legislativa de España –tanto en calidad, cada vez peor, como en cantidad– deja mucho que desear. Y la responsabilidad es del autor del 80% de la legislación: el Gobierno.

Las situaciones «de extraordinaria y urgente necesidad» (86 CE) han pasado a ser todas. Sólo en 2012 se publicaron en el BOE 29 Reales Decretos-Leyes; la cifra aumenta hasta los 53 si contemplamos toda la obra del actual Consejo de Ministros, empezando por el de 30 de diciembre de 2011. Durante los casi ocho años de gobierno de Rodríguez Zapatero se cuentan 105. Nadie duda de que la crisis económica ha requerido en muchos casos de rapidez en la toma de decisiones, y de traducción legal de esas decisiones. Ahora bien, no debemos perder de vista que un Decreto-Ley significa convertir en Derecho la voluntad del Gobierno, sin pasar previamente por el filtro de las Cortes Generales. Debe hacerse de forma «extraordinaria», lo dice la Constitución, pero a la vista de las cifras anteriores se ha convertido en el recurso más habitual del Gobierno. En 2012 se aprobaron más normas de este tipo que leyes ordinarias.

El abuso, «en fraude de Constitución» –expresión que le encanta al presidente Rajoy–, consigue además que cada Decreto-Ley que se recurre ante el TC añada a sus motivos que se ha burlado el presupuesto habilitante. La reiteradísima jurisprudencia dice que quien valora ese presupuesto del artículo 86 CE es el Gobierno, pero ¿cambiará el Tribunal de parecer después de años de ilimitada tensión de las costuras de la Constitución?

Estos vicios de procedimiento, que se toleran desde hace lustros por parte de los Tribunales pero  no por ello dejan de serlo, no serían gran cosa si no fuera porque van acompañados, en prácticamente todos los casos, de fundadas dudas acerca de la constitucionalidad de los textos que se aprueban.

Por ejemplo. Las tasas judiciales, en cuanto que afectan a un derecho fundamental –el del acceso a la justicia, 24 CE– que está en la sección primera del capítulo segundo del título primero y por lo tanto entre los protegidos por reserva de Ley Orgánica, no pueden estar reguladas por una Ley ordinaria posteriormente modificada por un Decreto-Ley. De ser este razonamiento correcto, y tendría que determinarlo así el Tribunal Constitucional, se trata de una inconstitucionalidad de manual: reserva de ley y por tanto nulidad de la disposición. Al margen de las cuestiones de interpretación (ahí está la STC 20/2012, dictada ocho años después de la entrada en vigor de las tasas del Gobierno de Aznar, que las declaró válidas cuando éstas ya habían sido derogadas por Rajoy y Ruiz-Gallardón) en las que se entra a valorar si suponen una discriminación o vulneran el derecho fundamental, el mero procedimiento podría tirar abajo el proyecto con todas las consecuencias que eso conlleva.

Nos encontramos pues en una situación jurídica sumamente comprometida. Prácticamente todas las reformas del Gobierno están en una situación muy similar a la de la ley de tasas judiciales, con serias dudas de constitucionalidad que afectan frontalmente a la seguridad jurídica. ¿Cómo aplicar una ley como la que liquida la justicia universal si después resulta ser flagrantemente contraria a la Constitución? Se obliga a los jueces o bien a plantear cuestiones al TC, o bien a ignorar la letra de la Ley a cuyo imperio están sometidos; es lo que ha hecho el juez Pedraz, poniendo en bandeja de plata la declaración de nulidad del proceso que instruye e incluso rozando la prevaricación.

Y las soluciones son, en realidad, más problemas. Porque recurrir al TC se ha convertido en un acto de fe, lejos de ser una vía procesal normalizada. Nadie se acuerda ya de que la LOTC, en su artículo 34, establece un plazo para que el Tribunal dicte sus sentencias. Un plazo que, como máximo, es de 55 días desde la presentación del escrito que da inicio al procedimiento. ¡55 días! Ocho años costó resolver la Ley de tasas de 2002, trece sobre una ley autonómica vasca de deportes, siete sobre algo tan jurídicamente importante como el matrimonio homosexual… ¿Cuánto tiempo puede tardar el TC en fallar sobre la LOMCE? ¿Cuánto tiempo puede estar en vigor una ley inconstitucional, aplicándose y vulnerando la Norma Fundamental del Estado sin responsables? ¿Qué ocurrirá si es el TC el que tiene que parar el desafío al Estado de Derecho que planea Artur Mas… y no lo hace a tiempo?

Si el Gobierno y los legisladores no corrigen su forma de actuar, que pone en riesgo todo el ordenamiento jurídico y ha eliminado la seguridad jurídica, será necesario adoptar medidas que lo impidan. La figura del recurso previo de inconstitucionalidad para Estatutos de Autonomía, que –a buenas horas– se plantea recuperar, podría adaptarse para que el Tribunal pudiera actuar antes de que una Ley inconstitucional entrara en vigor y no después. Para esto, claro está, el Tribunal Constitucional debe actuar en plazo.

El telón de fondo, en fin, es que se pretende reformar una Constitución que no se cumple y mientras tanto, se aprueban leyes para evitarla que, igualmente, tampoco se cumplen. Un círculo vicioso que alguien tiene que parar, porque ¿hasta cuándo podremos permanecer así?

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