domingo, noviembre 24, 2024
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Éxitos y fracasos de Al Qaeda: una reflexión sobre los resultados del terrorismo global a diez años del 11S

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A diez años del 11S, ¿en qué medida es posible hablar de los éxitos o logros de al-Qaeda en tanto que estructura terrorista con estrategia? ¿O es que su trayectoria reciente puede, por el contrario, ser más bien interpretada como la historia de un fracaso? A este respecto, una reflexión sobre los resultados del terrorismo global, transcurrida una década desde los atentados en el World Trade Center y el Pentágono, requiere prestar atención a distintas facetas internas y externas a la propia al-Qaeda. Aspectos relacionados, por una parte, tanto con su situación actual como con su trayectoria organizativa. Y, por otra, con el impacto estructural que han tenido las actividades terroristas de al-Qaeda sobre el mundo occidental respecto al cual ha dirigido su agresiva retórica al igual que entre las sociedades musulmanas donde se encuentra su población de referencia. Así pues, a continuación se ofrece un somero análisis de lo que cabe considerar como éxitos de al-Qaeda y su terrorismo global, seguido de un tratamiento en el que ello se contrasta con lo que es posible entender como fracasos atribuibles a dicha estructura terrorista.

Éxitos de Al Qaeda

Al Qaeda ha persistido hasta el presente, lo que tratándose de una organización terrorista es ya un éxito. Pero la estructura terrorista formada en 1988 y que continúa existiendo en la actualidad es muy diferente a la de 2001. Si entonces contaba con un vasto santuario al amparo de las autoridades de un país, Afganistán, donde entre otras infraestructuras disponía de campos de entrenamiento con capacidad para adiestrar y adoctrinar simultáneamente a centenares de musulmanes extremistas procedentes de numerosos lugares del mundo, hoy sus infraestructuras dedicadas a tales tareas son mucho más reducidas, aptas para no más de una docena de extremistas y confinadas en enclaves muy concretos de las indómitas zonas tribales al noroeste de Pakistán. Si hace diez años contaba con varios miles de miembros propios, en estos momentos difícilmente podría hablarse ya de algunos centenares. Si Al Qaeda ideó, planificó, preparó y ejecutó por sí misma, con militantes bajo su obediencia directa, los atentados del 11-S, al igual que otros perpetrados en la Península Arábiga y el Este de África durante la segunda mitad de los noventa o en esas mismas regiones y el Norte de África en 2002, en estos momentos difícilmente podría ir más allá de la ideación o planificación de similares actos de terrorismo.

Además, numerosos dirigentes de al-Qaeda han sido detenidos o abatidos, especialmente en el territorio paquistaní al cual huyeron de la intervención militar liderada por Estados Unidos en Afganistán tras los atentados de Nueva York y Washington, cuya consecuencia más inmediata fue el derrocamiento del régimen talibán que cobijaba a aquella estructura terrorista desde 1996. Aunque esta se venía mostrando asombrosamente capaz de reemplazar a sus responsables encarcelados o muertos, la cadencia, crecientemente acelerada, de esos cambios a los que se veía abocada, fueron incidiendo negativamente sobre la dinámica organizativa de Al Qaeda y su conducta operativa. Pese a todo, no ser derrotada es clave en su métrica de éxito desde pocos años después del 11S, según una estrategia de desgaste adoptada al menos a partir de 2004. Pero esta estrategia, que proyectaba hacia el exterior una imagen de indestructibilidad, ha sufrido un enorme quebranto al perder, el pasado mes de mayo, a Osama bin Laden, líder fundacional y carismático de la estructura terrorista. Y, por cierto, otro de extraordinaria importancia con la desaparición, en agosto, de Attiya Abdelrhaman, desde hacía tiempo el auténtico gestor de Al Qaeda.

En cualquier caso, cuando tuvieron lugar los atentados de Nueva York y Washington, hablar de terrorismo global era hacerlo de al-Qaeda. Cierto que desde febrero de 1998 existía un pequeño elenco de organizaciones armadas de orientación islamista afines a dicha estructura terrorista, pero era Al Qaeda la entidad que verdaderamente disponía de recursos y cuyos componentes perpetraron, en los años previos al 11S, destacados actos de terrorismo en algunos países árabes y africanos. Antes de esta fecha, el mundo occidental en general y Estados Unidos en particular eran ya blanco declarado de la estructura terrorista, como quedó en evidencia con los fallidos atentados previstos para la Nochevieja de 1999 en Nueva York y Los Ángeles o la Nochebuena de 2000 en Estrasburgo. Pero la configuración del terrorismo global y la expansión de dicha violencia han registrado una serie de alteraciones más que sustanciales a lo largo de los últimos diez años. Hoy existe una urdimbre del terrorismo global  mucho más extendida, de la que Al Qaeda, en términos organizativos y operativos, es sólo su primer componente, el núcleo fundacional y la matriz permanente de referencia para otros, pero ni el de mayores dimensiones ni el más activo operativamente.

Esta difusión del terrorismo global ha sido en gran medida consecuencia de la adaptación de al-Qaeda a un entorno cada vez más hostil. Por una parte, optó por conceder autonomía a conglomerados de militantes que hasta finales de 2001 estaban bajo su disciplina o fusionarse con determinadas organizaciones yihadistas para adquirir la presencia que por sí misma no había logrado establecer en países o regiones de relevancia. Así aparecieron, entre 2003 y 2007, extensiones territoriales de aquella estructura terrorista como Al Qaeda en la Península Arábiga, Al Qaeda en Mesopotamia o Al Qaeda a en el Magreb Islámico, que constituyen el segundo gran componente de la urdimbre del terrorismo global. El tercero de dichos componentes lo conforma el heterogéneo a la vez que cambiante elenco de grupos y organizaciones con que al-Qaeda ha venido estrechando vínculos desde el 11S, cuyos más notables exponentes son, en la actualidad, Therik e Taliban Pakistan y As Shabaab en Somalia. Un cuarto componente de la urdimbre del terrorismo global incluye a individuos y células independientes, que se desenvuelven inspirados por la ideología y las directrices genéricas de Al Qaeda.

Finalmente, podría considerarse un éxito de Al Qaeda el hecho de que, tras los atentados del 11S, haya condicionado decisivamente las políticas nacionales de seguridad en tantos países del mundo, donde se han introducido instrumentos y agencias dedicadas a tareas de prevención y lucha contra el terrorismo, convertido en una prioridad de las agendas gubernamentales en la mayoría de los países occidentales y buena parte de los demás. Al hacerlo, se incurre de manera sostenida en elevados costes que cabe pues imputar al impacto del terrorismo global. En un nivel intergubernamental, esas políticas nacionales se han visto complementadas por decisiones adoptadas en ámbitos como el de la Unión Europea. En nuestro entorno más inmediato, la experiencia del terrorismo que algunos países europeos con regímenes democráticos padecieron desde la década de los setenta, o los miles de muertos ocasionados por los atentados terroristas de IRA y ETA no habían sido suficientes para avanzar en las importantes decisiones de cooperación policial y judicial contra aquel fenómeno que, sin embargo, precipitarían los atentados del 11S en Estados Unidos.

Aunque, tras el 11S, la masiva introducción o el reforzamiento de costosas medidas nacionales destinadas a prevenir atentados, desmantelar estructuras terroristas y desbaratar sus tramas de financiación han constreñido muy seriamente la actuación de los grupos y las organizaciones que practican el terrorismo yihadista, se han cometido excesos en las respuestas estatales a dicho fenómeno, en ocasiones abiertamente contraproducentes. Esos excesos, habituales en regímenes autocráticos de todo el mundo, también se han registrado entre las democracias occidentales. Guantánamo o las cárceles secretas que mantiene el Gobierno estadounidense son claros ejemplos, recurrentes  en la propaganda terrorista para radicalizar individuos a favor de una concepción belicosa de la yihad. Pero fue la decisión norteamericana de invadir Irak en 2003, apelando sin fundamento a la lucha contra el terrorismo global, la que posibilitó su imprevista expansión hacia zonas previamente no demasiado afectadas de Oriente Medio y, hasta 2007, una inusitada movilización terrorista que permitió la recuperación temporal de al-Qaeda y un incremento sin parangón de los procesos de radicalización yihadista entre musulmanes de todo el mundo.

Fracasos de Al Qaeda

Diez años después del 11S, Al Qaeda ha fracasado en perpetrar un atentado de similar alcance y magnitud a los entonces ocurridos en Nueva York y Washington. Ni siquiera ha conseguido, por sí misma o mediante organizaciones afiliadas, cometer un acto de terrorismo espectacular y altamente letal en el territorio estadounidense, pese a la obsesión de Osama bin Laden, hasta su muerte, por llevarlo a cabo. Es cierto, sin embargo, que directa o indirectamente ha intervenido en la comisión de otros de esas características en Europa occidental, como los ocurridos el 11 de marzo de 2004 en Madrid y el 7 de julio de 2005 en Londres. Aunque con posterioridad no se han registrado incidentes especialmente cruentos en las sociedades abiertas, Al Qaeda intentó un segundo 11S a finales de agosto de 2006. Los servicios de seguridad británicos consiguieron evitar los preparativos para hacer estallar, mediante el uso de explosivos en estado líquido, no menos de siete aeronaves de pasajeros en ruta desde el aeropuerto de Heathrow hacia los de varias importantes ciudades de Estados Unidos y Canadá. Cabe imaginar la conmoción social y los efectos económicos que dicha operación terrorista hubiese tenido, de no haberse impedido y detenido a los individuos implicados en la misma.

Pero Al Qaeda no ha logrado provocar el colapso económico del mundo occidental, pese a que sus dirigentes se han atribuido, precisamente como uno de los resultados del 11S y en su afán por mostrar la eficacia del terrorismo, la actual situación de crisis. Una situación en la que, especialmente para el caso de Estados Unidos, es difícil no contabilizar, dentro del déficit fiscal, los gastos de las prolongadas misiones militares en Afganistán o Irak. Sin embargo, la propia economía estadounidense ha mostrado una gran resiliencia, hasta el punto de que su producto interno bruto continuó creciendo entre 2002 y 2007, el año anterior al de la bancarrota de Lehman Brothers. Incluso el sector de la aviación civil, particularmente afectado por los actos de megaterrorismo de septiembre de 2001, recuperó balances con beneficios a los pocos años. Menos capaz aún ha sido al-Qaeda de socavar los cimientos del orden social sobre los que descansa el mundo occidental. Salvo las incomodidades adicionales en los aeropuertos, ¿acaso han cambiado significativamente los estilos de vida o los procesos políticos de las sociedades abiertas?

Al Qaeda ha fracasado asimismo en movilizar en su favor a un mundo islámico de gran diversidad constitutiva. Aunque su popularidad varía de unos países árabes y asiáticos a otros, siendo entre significativa y considerable en algunos de ellos, de los datos de opinión pública existentes se deduce que ha decrecido marcadamente y de manera continuada desde 2002. Es muy probable que ello tenga sobre todo que ver con un hecho incuestionable: desde al menos 2004, la inmensa mayoría de las víctimas mortales de al-Qaeda y el terrorismo global son musulmanas. Eso ha llevado a que prominentes figuras con autoridad religiosa reconocida hayan terminado por criticar a al-Qaeda y sus actividades. También a que dicha estructura terrorista, al igual que algunas de sus organizaciones afines, recurran a formas predatorias y coactivas de extracción de recursos económicos distintas a las donaciones voluntarias. Para al-Qaeda, que señala a los occidentales como su principal enemigo, matar principalmente a musulmanes y perder popularidad entre su población de referencia es equivalente a un fracaso. Porque su terrorismo se ha convertido más en exponente de un conflicto en el seno del mundo islámico que la evidencia de un choque de civilizaciones.

Estrechamente relacionado con lo anterior sin duda, otro fracaso de Al Qaeda consiste en no haber desempeñado papel alguno en acontecimientos tan extraordinarios como las revueltas antiautoritarias y los derrocamientos de gobernantes autócratas que se vienen produciendo en una serie de países árabes a lo largo de 2011. Ni Al Qaeda, ni sus extensiones territoriales en el Norte de África y Oriente Medio, han sido relevantes ni en el origen ni en el desarrollo de las expresiones de protesta social que han ido convulsionado las estructuras de poder en Túnez, Egipto, Libia, Yemen o Siria, por ejemplo. Pero los líderes y miembros de esas organizaciones yihadistas, especializadas en la práctica de atentados como forma de afectar la estabilidad política y la cohesión social, seguirán tratando de aprovechar las oportunidades que el cambio político les ofrezca, esperando que, si no el caos, la frustración o el descontento generalizados y el declive de las movilizaciones antigubernamentales, o bien una combinación de estos factores, favorezcan el desarrollo de su estrategia terrorista, caso de contar con los recursos humanos y materiales necesarios.

Es más, al-Qaeda, que ya había fracasado en su ambicioso propósito de expulsar a Estados Unidos de Oriente Medio y erradicar su influencia en la región, tampoco puede mostrar avances en su finalidad última de reconstituir el Califato, ni ha conseguido objetivos aparentemente más asequibles como el de adquirir notoriedad en el contexto del conflicto entre palestinos e israelíes. En esa turbulenta región del mundo, la extensión territorial de al-Qaeda en Mesopotamia ha perdido la oportunidad de que hacia 2006 dispuso para incidir gravemente sobre la vida política en Irak, establecer un dominio propio en las zonas del país con población mayoritariamente árabe suní y plantearse ampliar su estrategia terrorista hacia otros adyacentes. En los años álgidos de la campaña de terrorismo yihadista en Irak, la dirección de la extensión territorial de al-Qaeda no acató las directrices del directorio de al-Qaeda acerca de cómo conducirla, lo que también puede interpretarse como un fracaso de la última en su estrategia de yihad global. Esta última parece además contradecirse, en estos momentos, con las circunstancias locales específicas que orientan las actividades de al-Qaeda en la Península Arábiga y al-Qaeda en el Magreb Islámico.

Desde finales de 2004, Osama bin Laden se refería a la confrontación de Al Qaeda con Estados Unidos como, literalmente, una guerra de desgaste. Se trataba de evitar una derrota. La métrica de victoria para Al Qaeda consistía, básicamente, en seguir perpetrando atentados, extender sus ámbitos de influencia y proyectar una imagen de invencibilidad. Que su máximo dirigente no hubiera sido capturado o abatido, acreditaba esa imagen. En este sentido, que los servicios de inteligencia de Estados Unidos consiguieran dar con su paradero y, el pasado 2 de mayo, unidades especializadas del mismo país lo mataran la localidad paquistaní de Abottabbad, supone un revés de gran importancia para la estrategia adoptada por Al Qaeda. Con la pérdida del emprendedor que la estableció en 1988, fue capaz de consolidarla en la década de los noventa, hizo de ella la primera entidad terrorista insurgente capaz de perpetrar actos de megaterrorismo y se mantuvo veintitrés años al frente de la misma, al-Qaeda pierde a una figura probablemente crucial tanto para mantener la cohesión interna de dicha estructura terrorista como para sostener su capacidad de movilizar recursos materiales y humanos. Un fracaso para la estructura terrorista.

Conclusión

Los principales éxitos de Al Qaeda pueden reducirse en lo fundamental a tres. En primer lugar, el de haber conseguido persistir diez años después de los atentados del 11S, pese al alcance de cuantas iniciativas contraterroristas gubernamentales y multilaterales han sido adoptadas desde entonces para destruir dicha estructura terrorista. En segundo lugar, el de haber propiciado la formación de una verdadera urdimbre del yihadismo global que, una década después de los actos de megaterrorismo ocurridos en las Torres Gemelas y el edificio del Pentágono, se encuentra hoy mucho más extendida que entonces. En tercer y último lugar, puede asimismo considerarse que al-Qaeda ha tenido éxito al estar aún condicionado decisivamente aspectos internos e internacionales de las políticas de seguridad en tantos países del mundo, no sólo del mundo occidental, con los elevados costes que ello implica. Dicho todo lo cual, es preciso matizar estos resultados del terrorismo global y contrastarlos con otros, cuya enumeración en el epígrafe precedente permite deducir la medida en que la trayectoria reciente de Al Qaeda, una década después del 11S, es más bien la historia de un fracaso.

Y es que, para empezar, Al Qaeda ha fracasado en replicar atentados de similar alcance y magnitud a los entonces ocurridos. Tampoco ha logrado provocar el colapso económico occidental ni ha sido capaz de socavar los cimientos del orden social en las sociedades abiertas. Al Qaeda ha fracasado asimismo en movilizar en su favor al mundo islámico e incluso su popularidad se ha visto progresivamente mermada. Su terrorismo, cuyas víctimas mortales son en una inmensa mayoría musulmanas, contrasta con la retórica  antioccidental que exhibe. al-Qaeda fracasó en su ambicioso propósito de expulsar a Estados Unidos de Oriente Medio y no ha adquirido notoriedad en el conflicto entre palestinos e israelíes. Ni Al Qaeda, ni sus extensiones territoriales en el Norte de África y Oriente Medio, han sido relevantes en el desencadenamiento de las movilizaciones autoritarias y el derrocamiento de autócratas en algunos países del mundo árabe. El abatimiento de Osama bin Laden en Abbottabad, apenas cuatro meses antes de cumplirse una década desde los atentados de Nueva York y Washington, ha supuesto además un fracaso para la estrategia de desgaste que había adoptado Al Qaeda.

A tenor de lo antedicho, podría concluirse que, a diez años del 11S, los fracasos de al-Qaeda son mayores que sus éxitos. Pero ello no significa que su amenaza terrorista se haya desvanecido. Más aún, incluso si al-Qaeda quedara inhabilitada, los desafíos planteados por el terrorismo yihadista no quedarían mitigados a corto y medio plazo. Ante una al-Qaeda aminorada y degradada, privada del liderazgo de Osama bin Laden, sus hasta ahora extensiones territoriales y organizaciones asociadas podrían relocalizar sus respectivas estrategias, orientándolas hacia fines relacionados con los países y regiones en que operan. Ello quizá reduciría los niveles de la amenaza del terrorismo yihadista en las sociedades occidentales, donde sigue siendo diversificada y a menudo compuesta, de acuerdo con los cuatro componentes observables en la urdimbre del terrorismo global. Mientras tanto, al-Qaeda mantiene su voluntad de atentar en suelo norteamericano y europeo, incluso de modo no convencional. Que consiga perpetrar algún acto de megaterrorismo es improbable pero no puede afirmarse categóricamente que imposible. Ahora bien, que alguna de sus extensiones territoriales o de sus organizaciones afiliadas consiga ejecutar atentados de menor alcance y magnitud, en esos mismos ámbitos, sigue siendo bastante más verosímil. Que se produzcan nuevos incidentes de relativa baja letalidad protagonizados por individuos aislados o células independientes se da casi por descontado.

Fernando Reinares: Investigador principal de Terrorismo Internacional, Real Instituto Elcano; y catedrático en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Rey Juan Carlos.

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