La OTAN se vuelve de Libia con el cadáver de Gadafi aún humeante. Pero la misión en el norte de África no ha sido el paseo militar para los aviones aliados que parece. La exigencia en la misión ha sido tal que el mando atlántico tuvo que hacer hasta 56 modificaciones en sus operativos, que apenas habían cambiado desde 2001 hasta hoy.
El caso es que la Alianza se vio superada por las circunstancias y la rapidez de los cambios en el escenario. El general jefe del dispositivo aeronaval se vio obligado a emigrar de cuartel en cuartel, a la búsqueda de una base adecuada para movilizar la ingente cantidad de aviones, satélites, barcos, portaviones y espías que había en el terreno, hasta que aterrizó en la base italiana de Poggio Adriático. Una vez allí hizo una conferencia urgente de generales aliados: necesitaba personal urgentemente para controlar la inmensa maquinaria bélica en sus manos. De España salieron 52 militares altamente cualificados del Ejército del Aire, que no han aparecido en las presentaciones oficiales del Ministerio de Defensa, que limitó “mediáticamente” sus medios a los aviones (4 F-18, un B-707 cisterna y un P-2 Orión) y la Armada (un submarino, que estuvo averiado casi todo el tiempo de la misión, y una fragata).
La dificultad de la misión creció cuando la ONU exigió que no se destruyeran infraestructuras del país. Los F-18 españoles hicieron de “ojos” de sus aliados, porque eran quienes ejercían el control aéreo efectivo de Libia. Pero la situación era tan pintoresca como que, cuando se localizaba a un elemento blindado gadafista, había que esperar a que saliera de las autopistas o de las cercanía de una infraestructura importante (un puente, un depósito de combustible) para poder atacarle. Ignorantes de cómo les protegían las autopistas, los carristas de Gadafi salían a campo abierto y entonces es cuando, desde el mar, aparecía un cazabombardero que lo liquidaba con un solo misil.
Son las paradojas de la guerra moderna.