Hoy se cumple el primer aniversario desde que el expresidente egipcio Hosni Mubarak dejara el poder en manos del Ejército egipcio tras la histórica revuelta popular prodemocrática que acabó con un régimen de tres décadas. Un año después, los ciudadanos mantienen sobre las nuevas autoridades militares las mismas exigencias que hacían al Gobierno del dirigente derrocado, ahora convaleciente y en un proceso judicial por asesinato premeditado de civiles.
Pero el derrocamiento de Mubarak, segundo mandatario en caer por la Primavera Árabe después de su homólogo tunecino, Zine Abidine Ben Alí, no ha contribuido a mejorar drásticamente la situación del país a pesar de la sensación inicial de triunfo. Es más, los militares han incrementado su presión sobre la población mientras han emprendido maniobras para absorber dentro de su entramado a los partidos islamistas vencedores de los comicios legislativos, marginando a los manifestantes.
Hoy, «el júbilo ha sido sustituido por el nerviosismo y la violencia bulle en las calles de El Cairo, donde la cúpula militar se muestra reticente a abandonar el poder y ha emprendido una campaña de asedio tanto contra los activistas como contra la comunidad internacional, que pretende ayudar», según entienden los expertos del grupo de análisis Brookings Institution.
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