Mi marido ya regresó de Argelia –oí decir a una mujer hace unos días en la piscina del pueblo minero de la Mancha donde nací. En principio tenía que estar cinco semanas pero sólo aguantó una, señaló, y eso que iba como jefe de obra. Pensó que era mejor cobrar el paro en España que tener que soportar el calor de 40 a 45 grados a la sombra y 80% de humedad, que le sirvieran con las manos pedazos enteros de carne que después ellos tenían que trinchar, o que estuvieran siempre rodeados de policías y guardas de seguridad quienes, para colmo, le habían robado el móvil de la empresa.
Pensé después en ese hombre, seguramente acostumbrado a construir casas en el verano manchego, y edificios de tres y cuatro plantas, cajas de ahorro, supermercados, urbanizaciones y módulos con piscina. No creo que el calor fuera un problema, y tampoco la comida. Creo, más bien, que lo que realmente le preocupaba era el móvil porque imaginaba que tarde o temprano acabarían también robando el suyo.
Me acordé entonces de la primera vez que fui a Argelia, en el año 1990, poco después de que el FIS hubiera ganado las elecciones en los principales municipios argelinos. Ya entonces había controles de policía cada cinco o seis kilómetros en la carretera que iba desde el aeropuerto Houari Boumédiène hasta la capital. Ya entonces, como ahora, el integrismo islamista logró penetrar las esperanzas de los más pobres, concentrados en bolsas de exclusión social en sus propios países ante el cierre de las fronteras del norte y la perspectiva truncada de la migración como futuro.
Muchos de los dramas que sufren los países en desarrollo están originados en sus fronteras del norte. En el crecimiento de las pandillas en Centroamérica y el recrudecimiento de la violencia en los años noventa mucho tuvo que ver el endurecimiento de las políticas criminales en Estados Unidos, que se dedicó a expulsar a los jóvenes migrantes delincuentes cuando habían aprendido el oficio. Algo parecido ocurrió con las políticas europeas que se implementaron en Francia como respuesta a los disturbios que provocaron en el año 2005 los jóvenes excluidos que vivían en los suburbios de las grandes ciudades. Allí está, seguramente, el origen de que hoy roben móviles los nietos de quienes hace cincuenta años liberaron Argel.
Al ver cómo se suceden estos procesos uno piensa que los países son como esas personas que se miran constantemente al espejo: el joven sólo ve ambición, superación de cambio, tiene todo el futuro por delante, mientras que el viejo sólo contempla sus arrugas. Ninguno de los dos se imagina lo que podrían hacer juntos. Nuestros viejos países han decidido que la mejor manera de ayudarse a sí mismos es apoyando la formación de gobiernos en el Magreb que puedan contribuir a calmar el descontento social expresado en las calles y en las plazas en la primavera árabe de hace un par de años. Aplaquen su ira, jóvenes revoltosos, trabajen duro y compartan el gas de la eterna juventud.
Nuestros viejos políticos han decidido que ellos no tienen ninguna responsabilidad, y se han dedicado a apoyar procesos electorales sin tan siquiera intentar modificar las políticas que pueden atajar el desencuentro que ya existía entre esos dos mundos y manteniendo la expulsión de millares de jóvenes aprendices de delincuentes, lo cual es la forma más políticamente correcta de ponerse de perfil.
Parece que no hemos aprendido que aquellos disturbios en Francia no eran sino el preludio de la primavera árabe que llegó después, y que el mismo contexto social de exclusión, opresión, falta de oportunidades y cierre de espacios para los jóvenes que observamos en el Magreb no era más que un reflejo de nuestro desencanto en el sur de Europa.
Si el viejo, abusando de su poder y de su experiencia para aplacar y desplazar al joven, sigue empecinado en hacer una política exterior de señor mayor egoísta que piensa que los problemas siempre vienen de fuera nos va a dejar a todos sin interlocutores, tanto para frenar los flujos migratorios como para negociar los acuerdos comerciales. Y eso en un contexto de vacío de poder que puede facilitar la penetración del terrorismo internacional en los nuevos regímenes políticos. Esto es lo que yo creo que ocurre en el Magreb, en árabe “nuestro occidente”; no hablemos ya de “nuestro oriente”, países donde el jefe de obra manchego, por pura intuición, sabe que no puede ni asomarse.
Miguel Angel Lombardo