Un tribunal de Valladolid ha prohibido la presencia del crucifijo en las aulas docentes. Esta circunstancia, que ya era objeto de polémica desde hace algún tiempo, introduce en la vida política, con la que está cayendo, un motivo de absurda preocupación y de innecesario o superfluo jaleo. El crucifijo, en realidad, estaba prácticamente desaparecido de muchísimos centros públicos como distintivo cristiano. Escuelas y hospitales entre ellos, por ejemplo. Parecía una cuestión superada por vía de silencio y olvido. Y de repente, como si fuera una expresión más del clima político zapaterista, la controversia resurge en nombre del Estado laico o aconfesional. Un Estado que, como se viene repitiendo, no tiene inconveniente en tolerar la presencia de símbolos religiosos de confesiones diferentes a la católica.
El asunto del crucifijo, más que una delimitación de áreas de creencia, parece una erradicación sectaria, una especie de inútil venganza contra el pasado. Un desquite, a la vista del estrépito ambiental, que aprovecha casos aislados que se sepa, uno ahora en Valladolid, en los que el símbolo cristiano subsistía más o menos accidentalmente, tal vez como reflejo tímido de la mención expresa de la Iglesia católica en la referencia del artículo 16 de la Constitución a las relaciones de cooperación del Estado con las diferentes confesiones religiosas.
Cuando se discutió en las Cortes la Constitución vigente, los socialistas adujeron que esta alusión expresa a la Iglesia católica suponía «una confesionalidad solapada». Pero si hubo esa intencionalidad, lo cierto es que no repercutió en la práctica de la aconfesionalidad hoy existente. Probablemente esta disputa de crucifijo carecería de reflejo en una encuesta nacional, donde el mayoritario encogimiento de hombros colectivo no sería en absoluto descartable.
La crisis del crucifijo, si queremos llamarla así, tiende a ser el síntoma de una actitud ajena a la realidad de la sociedad española, cada día más abismada en problemas acuciantes que la distancian de este tipo de controversias. Una sociedad crecientemente transformada por la propia inmigración y por la desnaturalización de sus creencias clásicas, con corrientes religiosas que no siempre reniegan, por su componente cristiana, de los símbolos que una minoría politizada intenta desterrar por completo. Y precisamente el símbolo de la cruz es, en contraste con otros signos de la fe católica, el más instalado en la naturalidad de esos credos diversificados, a veces de importación, que en otro tiempo habrían sido catalogados como heréticos.
La polémica del crucifijo ha venido a coincidir con la disputa parlamentaria de la placa negada a sor Maravillas, cuyas virtudes podrían haber sido computadas como estrictos méritos humanos, o incluso sociales, para que en el lugar madrileño donde nació, hoy transformado en emplazamiento anexo del Congreso de los Diputados, figurase un recuerdo de su ejecutoria personal. Si esa persona no hubiese sido monja es harto probable que la propuesta de su distinción recibiese mejor acogida política. Pero había profesado, había hecho votos religiosos, y en consecuencia, ante algunas mentalidades, se había convertido en un nombre contaminante para el prestigio institucional del palacio legislativo. También es cierto, o tiende a serlo, que si esa persona no hubiera sido una religiosa difícilmente su nombre habría figurado en la propuesta de distinción que a su favor se hizo. En todo caso, para la escala de valores ciudadanos solidarios con los afligidos por las desventuras de la vida, la placa honorífica dejaba de tener sentido ad maiorem gloriam mundi. Y a mayor gloria de políticos que, cuando llegan a ministros, juran o prometen ante un crucifijo en presencia del Rey.
Lorenzo Contreras