Los viejos intelectuales españoles llevaban nombres como Ortega y Gasset, Marañón, Azorín o Menéndez Pidal, personas ilustres que se habían destacado en el cultivo del intelecto como potencia congnoscitiva racional del alma humana, en definición del Diccionario de la Real Academia. Leían, razonaban y escribían. Hoy las cosas han cambiado tanto como el significado de algunas palabras. O ya no nos quedan intelectuales o los hemos sustituido por un conglomerado de cantantes, payasos, gentes del cine, la televisión y el teatro, y artistas de muy variada condición, desde quien destacó por méritos propios hasta el paniaguado de festivales a dedo y a cargo del contribuyente.
No se entiende bien la razón por la que un virtuoso de la escena haya de estar en una privilegiada posición para ilustrarnos sobre el entendimiento del mundo y de la vida. Es como si hubieran adquirido una gracia de estado para saber todo aquello de lo que se puede hablar desde la ignorancia absoluta. Nada de matemáticas o química, pero pontífices máximos en religión, moral, sociología, filosofía, política, economía, historia y derecho. Se expresan dogmáticamente y atacan inmisericordes al enemigo, o sea, a quienes les niegan el amén. Todo ello con respetuoso silencio frente a las barbaridades que perpetraban y perpetran determinados regímenes políticos donde, curiosamente, el desprecio por los derechos humanos, siempre defendidos por estos señores contra el fantasma de la burguesía capitalista, forma parte del paisaje. Su memoria selectiva no se circunscribe a la historia de España.
Hace un par de días, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, se presentó en sociedad un manifiesto que, con los apoyos de costumbre, viene a ensalzar no ya la buena voluntad del juez Garzón en la apertura de una causa general al franquismo, sino sus argumentaciones jurídicas, algo que incluso dentro del grupo de progresistas del uso alternativo del derecho ha encontrado escasos valedores. Repárese en lo que sería la sustitución de la justicia independiente y profesional por un pretendido sentimiento popular al gusto de una minoría dirigente.
Se mezclan interesadamente las churras con las merinas. Una cosa es enterrar dignamente a los muertos y otra muy distinta que esa labor se encauce por un procedimiento penal como el abierto en su día por el juez Garzón. El historiador Ian Gibson, gran especialista en García Lorca, llegó a proclamar que el último auto del juez, precisamente aquel en que se declara incompetente para seguir conociendo de la causa, es la mejor novela que ha leído en los últimos años. Quizás sea cierto, pero la novela no es un género que deba cultivarse en los tribunales.
Con todo, quizás la nota más llamativa corrió a cargo de Cristina Almeida, que propugnó la quema de libros para salvaguardar la fe verdadera. Una medida que ya se les ocurrió a los nacionalistas y comunistas de ayer mismo. Heine se adelantó en su Romancero a lo que puede venir después. Cuidado, pues, con el subconsciente. El pensamiento único. La torticera utilización de los tribunales. La fogata. Y hasta hay alguna intelectual que recrea con alborozo la violación de monjas durante la Guerra Civil. Se supone que será una feminista de primera fila.
José Luis Manzanares