Los dirigentes europeos proclaman la necesidad de abordar la crisis de forma conjunta y algunos incluso presumen de estar haciéndolo. Otros, con algo más de prudencia, se conforman con hablar de coordinación. Pero ni lo uno ni lo otro tiene suficientes visos de ser verdad. Más real es que cada gobierno está afrontando los problemas como cree y puede, aunque sea tratando de guardar las formas a base de pactar y suscribir comunicados conjuntos al término de cada reunión.
Quizás, una parte del problema sea que nadie tiene demasiado claro qué hacer. Prueba de ello puede ser la dispar implementación de las medidas de rescate, ayuda y asistencia al sistema financiero, fijadas primero en París por los países adheridos al euro y ratificadas posteriormente en Bruselas por el pleno de los veintisiete estados comunitarios. En varios países ni siquiera se han puesto en marcha, y los que sí lo han hecho están aplicando sus propios mecanismos, sin una mínima orientación común.
La Comisión Europea lanzó ayer una especie de brindis al sol patrocinando la necesidad de inyectar del orden de 200.000 millones de euros (cada país los suyos) a las economías comunitarias para tratar de acortar la etapa recesiva en que la mayoría de ellas está ya sumida. La propuesta pasará a formar parte de la agenda de la próxima cumbre de jefes de Estado y Gobierno que los días 11 y 12 de diciembre cerrará la presidencia semestral francesa, pero es poco probable que se pueda aprobar más allá del tradicional conjunto de vaguedades porque existen serias discrepancias sobre cómo materializar esa inyección.
Citando únicamente las expresadas en materia de política fiscal, la rebaja del IVA decidida por el premier británico Gordon Brown ha sido descartada por otros socios, comenzando por la canciller Merkel, que tampoco se mostró demasiado de acuerdo con las ideas expresadas en ésa y otras cuestiones por el presidente Sarkozy. Incluso la propia Comisión Europea se ha manifestado contraria a una posible reducción del tope mínimo comunitario del 15 por ciento fijado para el impuesto que grava el consumo.
La arquitectura institucional europea no contempla nada parecido a un gobierno económico comunitario, ni siquiera restringido al área del euro, sino que mantiene en manos de los gobiernos estatales la plenitud de potestades en materia de política económica. La única entidad supraestatal es el Banco Central Europeo (BCE), pero su estatuto de independencia le permite actuar con plena autonomía, tanto de los Ejecutivos nacionales como de la Comisión Europea y el Ecofin.
El presidente francés, Nicolas Sarkozy, propuso semanas atrás la constitución de una presidencia del Eurogrupo, a modo de gobierno económico de los países integrados en la moneda única, pero la idea no ha suscitado apenas aceptación. Seguramente, la propensión del líder galo a ser plato principal en todos los menús ha inducido recelos, a los que hay que sumar la escasa propensión genérica a ceder parcelas de soberanía.
Convenga, como dicen, o sea simple retórica, como parece, la realidad es que la presumida acción conjunta de la Unión Europea (UE) frente a la crisis no existe y probablemente es imposible a menos que se transforme profundamente la actual arquitectura institucional. De momento, la acción conjunta va poco más allá de concentrar esfuerzos para acordar una declaración pomposa al término de cada reunión.
Enrique Badía