Este artículo contiene hoy más preguntas que afirmaciones, más perplejidades que certezas y más desconcierto que orientaciones. Porque España se ha convertido en un país desquiciado en el que no se sabe qué es lo importante, si los calcetines -ciertamente heroicos- de Esperanza Aguirre en su obscena rueda de prensa tras su accidentado regreso de Bombay, la entrevista de Julián Muñoz a 350.000 euros la pieza en Telecinco, el culebrón de Sacyr y la rusa Lukoil, o la sorprendente sorpresa del Gobierno, que abre toda una investigación para determinar si su homólogo norteamericano pidió colaboración en el 2002 para que los vuelos a Guantánamo pudieran aterrizar en aeropuertos españoles, asunto que ha quedado documentado ya, según contó ayer el diario El País con todo lujo de detalles.
No hay opinión pública, creo, que sea capaz de encontrar un hilo conductor a la marcha social, económica y política de España porque todos esos temas de agenda se combinan con desenterramientos de cadáveres inhumados en fosas comunes que datan del final de la Guerra Civil, con el debate sobre la presencia pública de símbolos religiosos y con sentencias que ordenan izar la bandera de España en edificios oficiales como es el Parlamento vasco.
España no tiene un relato coherente sobre su presente social y carece de perspectivas de futuro ciertas. Cabalgamos a lomos de una serie de realidades excéntricas, a veces extravagantes y casi siempre anacrónicas. Lo fundamental, sin embargo, queda retranqueado y velado en un juego de ocultamientos e incapacidades que el Gobierno y la oposición, en colaboración con unos medios de comunicación -casi todos arruinados- que reparten sus elogios o sus críticas en función del sectarismo que impone la necesidad de sobrevivir, propician con su incapacidad para encauzar las energías colectivas hacia la superación de la peor situación socioeconómica de la historia moderna en España y Europa.
Aquí y ahora sólo hay un tema esencial: el desplome de la economía real y un vertiginoso deterioro de las finanzas públicas, lo que nos conduce, no ya a una recesión, en la que ya estamos, sino a una depresión que puede agravarse con deflación y un déficit público desbocado. Los analistas internacionales califican a España como el «enfermo» más grave de Europa por la dimensión de una crisis inmobiliaria que podría arrastrar en poco tiempo la solvencia de nuestros bancos y cajas de ahorro. Éste es el núcleo de la cuestión: que el saneamiento de nuestra economía, que exige purgar los excesos de apalancamiento en las inmobiliarias, no lo resistiría el sistema. De ahí que la suerte de Sacyr y otras promotoras sea en realidad el elemento central de ese relato del presente nacional sobre el que se arrojan gases lacrimógenos en un intento de desviar la atención pública para conducirla hacia lo anecdótico en vez de hacerlo hacia lo categórico.
Esta semana -superada ya la imagen patética de una Aguirre que busca obsesivamente la foto a despecho de una indumentaria ridícula e innecesaria- en España se va a debatir sobre rusos y americanos. Unos porque quieren entrar en nuestras empresas -o eso dicen- y los otros porque han violado sobre nuestro cielo y suelo el ya vapuleado derecho internacional. Y no es eso, no es eso. La cuestión es otra: si salimos o no de esta depresión y a qué coste se hace. Lo demás son músicas celestiales, maniobras de diversión, fuegos de artificio, anecdotario de una España desquiciada por la indigencia cívica de la clase dirigente que nos ha tocado en mala suerte.
José Antonio Zarzalejos