Este martes será noticia destacada, aunque presumiblemente poco agradable, la evolución del empleo durante el recién concluido noviembre, pero nadie espera a estas alturas que diciembre sea mejor. Incluso las estimaciones oficiales van elevando mes tras mes la tasa de paro prevista en el 2009 y sólo los más optimistas, entre ellos el ministro de Trabajo -¿va en el sueldo?-, se atreven a pronosticar una reducción o cuando menos un relativo estancamiento en los últimos meses del año por venir.
A propósito de los datos, hace pocas semanas se desató la polémica sobre si los trabajadores prejubilados deben o no seguir incorporados a las estadísticas oficiales de desempleo. Una evidencia como tantas otras de la facilidad con que debates que podrían resultar relevantes acaban discurriendo por lo accesorio, dejando de lado aspectos de índole más esencial.
Sin duda, el concepto mismo, o mejor la práctica de recurrir a prejubilaciones es merecedor de reflexión y no estaría de más un debate riguroso y a la vez sosegado de lo que puede estar suponiendo en términos de país.
Conceptualmente, pueden existen razones para considerar que los prejubilados no son, en sentido estricto, demandantes de empleo, desde la presunción de que están conformados con los ingresos que perciben: por lo general, una parte sustancial del salario asignado en el momento de haber asumido tal condición. Una parte de esos emolumentos es con cargo a las prestaciones por desempleo y de eso deriva que estén integrados en las cifras del Ministerio de Trabajo.
No parece, sin embargo, lo más relevante dedicar energías a discutir si el cómputo acumula o no unas cuantas decenas de miles de desocupados, cuando las cifras discurren camino de los tres millones, a no tardar.
Más importante sería discutir la conveniencia o inconveniencia del hábito de recurrir a ese tipo de medida, las más de las veces aplicada como sustitutivo de otros planteamientos, incluso más allá de cuestionar el sistema que lo ampara, con claro impacto en los costes de Seguridad Social. Expresado de otra forma, valdría la pena debatir si procede o no perpetuar el relativo tópico de que se gana eficiencia nutriendo las plantillas con gente de menor edad. Y, dicho aún más claramente: ¿hay que prescindir, sin más, de quienes sobrepasan una determinada frontera en años, por lo demás arbitraria y en todo caso movible en virtud de no se sabe muy bien qué? ¿Se lo puede o debe permitir el país?
Puestos a huir de los tópicos, tan importante puede ser conjurar la idea de que las nuevas generaciones están menos preparadas, como la contraria según la cuál sólo éstas tienen capacidad para el desempeño innovador. En realidad, lo primero suena a prepotencia de veteranos, en tanto lo segundo tiene visos de moda para eludir otras cuestiones de más enjundia. Pero ésa es o puede ser otra cuestión.
La que no estaría de más plantearse es si, existiendo acuerdo generalizado en que el factor diferencial en términos competitivos radica cada vez más en el conocimiento, tiene lógica prescindir del incuestionablemente atesorado a partir de la experiencia, el desempeño y la dedicación.
Enrique Badía