ETA ha regresado por donde solía, pistola en mano, disparos a bocajarro, vil asesinato de un empresario ejemplar, Ignacio Uría, que trabajaba en las obras del trayecto del tren de alta velocidad que unirá las capitales del País Vasco. Y lo ha hecho para demostrar que, tras la caza de su jefe ‘Txeroki’, la banda sigue activa y con capacidad para matar, lo que no resulta difícil para los pistoleros que cogen por sorpresa a un ciudadano inocente e indefenso. Un crimen de corte mafioso para el que no hace falta más infraestructura que un seguimiento habitual, una pistola y un par de sicarios decididos a matar. Y luego, eso sí, una organización con un siniestro apoyo social y cobertura en la política y ciertos aparatos de propaganda para vestir el crimen, como a lo mejor pretenden en este caso, de defensa del medio ambiente, lo que sería el colmo del sarcasmo de los profesionales del terror.
Esta vez ETA ha querido tocar, en Azpeitia, el corazón mismo del pueblo vasco, de su desarrollo empresarial e industrial, y puede que lo haya hecho para recordar a los nacionalistas y al Gobierno de Ibarretxe que, en víspera de las próximas elecciones vascas, ellos estarán presentes en los comicios, bien en las listas electorales con algunas siglas trampeadas o utilizando las de otros grupos, como los de EA o Aralar, partidos que disimuladamente se están ofreciendo al electorado de Batasuna, o simplemente a tiros y bombas para que nadie se olvide de ellos.
De momento los terroristas ya han quitado otra vida más y destrozado una familia y a una empresa que está sumida en el dolor, aunque no conseguirá, como lo logró en Lemóniz, parar la ‘Y’ vasca de la alta velocidad, como lo ha subrayado el presidente Zapatero. Y vamos a ver si esta vez ETA logra, a su pesar, la verdadera unión de los demócratas no sólo para condenas y funerales, sino la verdadera y duradera unión política más allá de los días de luto en pos del aislamiento definitivo de la banda y de su entorno político y social. Y lejos de los discursos sobre los procesos de paz, o los conflictos, que no hacen otra cosa que dar oxígeno y esperanzas a los profesionales del terror.
Especialmente por parte del nacionalismo vasco, llamado democrático, el que se ubica en torno al PNV, EA y Aralar, donde no dejan la ambigüedad y las medias palabras, como se aprecia en los pactos de alcance político, autonómico y local, que aún existen en el País Vasco con lo que queda de la ilegalizada Batasuna -PCTV y ANV, etcétera-, sin que nadie, ni siquiera el lehendakari Ibarretxe, o los cada vez más promiscuos de EA -que quieren los votos de Batasuna- se atreva a cortar las amarras que todavía mantienen a ETA con cierto -cada vez menos- apoyo social.
Mientras la unidad de los demócratas no sea verdadera y eficaz y provoque un cerco de hierro para aislar a ETA y su entorno, sin consentir la menor de las exhibiciones, amenazas, chulerías y desafíos, públicos o institucionales, no se podrá vislumbrar el principio del fin del terrorismo. Mientras etarras y su entorno social no se sientan apestados y acorralados por la sociedad y por todas y cada una de las instituciones vascas, el terror seguirá. Y otros empresarios caerán a balazos, como han caído cientos de inocentes de cada uno de los estamentos de la sociedad. Y ello seguirá siendo así por más que las Fuerzas de Seguridad destruyan la infraestructura etarra y cacen a sus jefes, porque para matar sólo hace falta una pistola, un asesino y cualquiera de los millones españoles que, como Ignacio Uría, salga un día a pasear, o se dirija a un restaurante para almorzar.
Pablo Sebastián