viernes, noviembre 22, 2024
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Uría y la sombra de Leizarán

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El asesinato del empresario Ignacio Uría en Azpeitia (Guipúzcoa), a manos o zarpas de ETA, ha recibido parecidos enfoques críticos desde diversos observatorios políticos y periodísticos. De entre todos esos puntos de vista destaca, en el orden humano, la circunstancia de que el empresario, en un clima de amenaza acentuada por la reciente detención de ‘Txeroki’, jefe de los comandos «militares» de la banda, se moviera libremente y sin escolta de protección en plena ofensiva etarra contra su empresa por las obras del Tren de Alta Velocidad Vasca. Por añadidura, también como nota humana, o más bien inhumana, el hecho de que sus compañeros de timba, que le esperaban para la partida de mus en el restaurante al que la víctima se dirigía, continuaran jugando en una escalofriante exhibición de «normalidad».

Estos dos datos no hacen sino enmarcar anecdóticamente una tragedia cuyo fondo, al margen de oportunismos de aniversario constitucional y reciente detención de ‘Txeroki’, se relaciona con la necesidad etarra de afirmación de su terror en un momento en que el llamado AVE vasco replantea la posibilidad de repetir los resonantes chantajes de Lemóniz y Leizarán. El caso de Lemóniz pudo disfrazarse en la estrategia de ETA como algo de alto interés ecológico antinuclear. La autovía de Leizarán era un asunto diferente. Aquí jugaba menos la ecología y más un sistema de mejora viaria en la que Madrid y el Ministerio de Fomento proyectaban una presencia hiriente para la banda terrorista.

En esa ocasión, el gran error político de las autoridades vascas y navarras fue modificar el trazado que había de comunicar San Sebastián y Pamplona. Ciento sesenta atentados y cuatro asesinatos triunfaron sobre la capacidad de resistencia democrática. El mundo etarra, cuando más desacreditado estaba el argumento de un imaginario «desastre ecológico», se inventó no se sabe bien qué fantásticos planes estratégicos de la OTAN contra los países del Pacto de Varsovia. Nada menos, por extraño que parezca. ETA se aferraba, como también lo hace ahora, a la ocasión de una nueva prueba de fuerza reafirmadora de su eterna amenaza.

Fue aquélla, según los testimonios de entonces, una victoria que sirvió a ETA para forzar una etapa de «negociación y diálogo» que alternara, después del desastre que para la banda supuso la captura de su cúpula dirigente en la localidad francesa de Bidart, la violencia terrorista con los tanteos de mediación susceptibles de implicar no sólo al Gobierno español, sino también a las organizaciones internacionales. En el escenario surgió el grupo títere denominado Elkarri, dirigido por un tal Jonan Fernández, concejal batasuno de Tolosa. Y la banda, como suele ocurrir, ganó tiempo para sus nuevas estrategias combinatorias de la acción y de la espera.

Ahora, tras el asesinato del empresario de Azpeitia, parece haberse consolidado un proyecto de mayor esfuerzo terrorista. El empresariado tiene una difícil palabra que pronunciar, siempre con derecho al miedo, que, como suele decirse, es libre, tal vez lo único libre que va quedando en la zona. La incógnita es saber si esos temores van a determinar una modificación del proyecto de la llamada ‘Y’ vasca, a la manera de lo ocurrido con Leizarán. El Gobierno, como de costumbre, hace alarde de palabrería. Se apoya en los últimos éxitos policiales para advertir sobre sus planes de dureza represiva y anuncia, contra toda evidencia de hechos anteriores, que los terroristas se pudrirán en las cárceles. Lo que más bien se pudrirá, desgraciadamente, es la capacidad de sostener con éxito una interminable guerra contra el crimen y el chantaje, alternados con el juego doble o triple de las organizaciones nacionalistas vascas, empezando naturalmente por el PNV y su competidor en ambigüedades, el PSE de Patxi López.

Lorenzo Contreras

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