El Día Mundial contra la Violencia de Género ha transcurrido en España con profusión de declaraciones, discursos y proyección de documentales, pero sin una reflexión seria sobre los defectos que arrastra desde su promulgación nuestra ley integral para combatir esa lacra. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones y, con frecuencia, también el que desemboca en un fracaso legislativo. El maltrato de la mujer por el hombre no es un fenómeno nuevo ni exclusivamente español, sino fruto de muy variadas circunstancias que no han conocido fronteras. Quiere decirse que sólo desaparecerá o se reducirá considerablemente yendo a las raíces del problema. Por ejemplo, con la independencia de la mujer en los ámbitos laboral y económico, con su mayor protagonismo en la vida pública y con la rotunda condena social de todo comportamiento abusivo del varón, venga o no condicionado sentimentalmente. Tampoco debe olvidarse el parentesco próximo de esta violencia con la que se da en otras situaciones de dominio: maltrato de niños, de ancianos y, en general, de personas indefensas.
Dicho esto, huelga la socorrida cantinela de que quien no apoya sin reservas nuestra frustrante ley es a su vez un machista necesitado de algún cursillo rehabilitador. Mejor será examinar lo conseguido -y lo no conseguido- para corregir el rumbo en lo que proceda. Nadie se opondrá a que se ayude a la mujer maltratada siempre que se articulen los debidos controles para evitar abusos que redundarán en perjuicio de las verdaderas víctimas, pero de ahí a la bendición acrítica de todas las reformas penales en esta materia hay un gran trecho. La engañifa de lo políticamente correcto no autoriza a recurrir, como si fuera una panacea, al más de lo mismo: más denuncias, más penas, más policía, más dinero… y menos presunción de inocencia. Preferible sería sustituir el salto hacia delante por un alto en el camino.
La discriminación por razón de sexo -no de las circunstancias concurrentes en la infracción perseguida- pugna con el principio de culpabilidad personal, traslada a los hijos las responsabilidades de sus ancestros masculinos y, naturalmente, es una rara excepción en el derecho comparado. Hemos llegado al límite de lo admisible en derecho penal, con el consiguiente peligro de que acaben saltando sus costuras.
La apuesta es arriesgada y la sensación de injusticia puede tener consecuencias no deseadas, al igual que la excesiva presencia de estos casos en los medios de comunicación puede producir un efecto llamada. Y cabe cuestionarse también la constante exhortación a denunciar, dicen, a la primera.
Se nos asegura que «unas 400.000 mujeres sufren o han sufrido maltrato por parte de su pareja o ex pareja este año pero solo el 31% ha denunciado». Si esa cifra fuera cierta, resultaría que cada año deberían ser denunciados y condenados otros tantos varones. Por ahí no vamos a ninguna parte.
José Luis Manzanares