Cuando la mayoría de los estudiosos de la economía se enfrentan al análisis de la crisis de 1929 (siempre que no estén guiados por prejuicios e intereses particulares) coinciden en que su importancia, su amplitud y su duración estuvieron originadas en buena medida por la falta, o al menos tardanza, en reaccionar de las autoridades económicas. Cuando por fin actuaron, era ya demasiado tarde y la recesión se perpetuó durante bastantes años.
En la crisis actual parecía que ya habíamos aprendido y que nuestros gobiernos no iban a caer en la teoría estúpida de que lo mejor es no hacer nada y dejar que la economía se depure sola de los malos humores. Todos han hecho prolijas declaraciones sobre la necesidad de intervenir y, en la mayoría de los casos, además, abdicando de sus discursos anteriores. No obstante, el tiempo está demostrando que cuando se ha actuado durante treinta años de una determinada manera, no es tan fácil cambiar rápidamente de rumbo. Durante todo este tiempo, los Estados han ido abdicando de sus competencias y renunciando a los medios para ejercerlas, y ahora se sienten impotentes, no saben qué hacer y acaban dando bandazos.
Quizá el caso más típico de desconcierto se sitúa en la Unión Europea, construida de acuerdo a un modelo neoliberal y, por ello, incapaz en los momentos actuales de dar una respuesta coherente. Bruselas propone un plan anticrisis de 200.000 millones de euros -el 1,5% del PIB comunitario-, pero a la hora de la verdad, cuando se examina detalladamente el desglose, resulta que todo queda a la iniciativa de los Estados. Sálvese quien pueda. De los 200.000 millones, 170.000 los tienen que aportar e instrumentar los países miembros. Cada uno según se le ocurra y como dios le dé a entender. La Unión Europea aporta sólo los 30.000 restantes, aunque tampoco esto es totalmente cierto, porque una parte es un simple préstamo del Banco Europeo de Inversiones y la otra son meros adelantos de los fondos estructurales. En ninguno de los dos casos representa un incremento real de gasto comunitario.
El hecho de que cada Estado tenga que realizar su propio plan deja, sin lugar a dudas, en entredicho todo el proyecto europeo y sus dogmas más sacrosantos, defendidos con ahínco desde el principio. Si algo perseguía con la furia más inusitada la Comisión era el proteccionismo, condenando todo aquello que denominaba ayudas de Estado. Bien es verdad que por sus propias contradicciones era incapaz de impedir la competencia desleal en dos importantes áreas, la fiscal y la laboral, pero se oponía con todas su fuerzas a cualquier subvención directa. Pues bien, no es que ahora las permita, es que las recomienda. Resulta realmente irónico escuchar a los mandatarios internacionales arremeter contra el proteccionismo y más tarde anunciar no se sabe cuántas medidas para ayudar a sus empresas o entidades financieras.
Otro dogma que se desmorona, aunque Almunia se empeñe en hacer juegos malabares, es el del déficit público. Ante la gravedad de la situación económica, pocos son los que se acuerdan del Pacto de Estabilidad. Vamos camino de una deflación típica, por eso no es extraño que desde Europa se vuelva la mirada hacia la teoría keynesiana; pero la inercia es tan fuerte que a la hora de proponer medidas concretas se inclinan hacia la teoría de la oferta con reducción del IVA y del impuesto sobre la renta, y bajada de cotizaciones sociales. Pero la mayor rémora del pasado se encuentra en la renuncia a utilizar la política monetaria. El Banco Central Europeo parece no haberse enterado de cuál es la situación actual y los representantes democráticos de los países no se sienten con la autoridad suficiente para forzarle a tomar decisiones.
La teoría keynesiana propone, por supuesto, para momentos semejantes a éste, una política fiscal expansiva, pero siempre que se haya agotado la virtualidad de la política monetaria. Recordemos lo de la trampa de liquidez, el ejemplo del caballo y del abrevadero, y la imposibilidad de hacerle beber si no quiere. En este momento no es que estemos lejos del abrevadero, sino que mantenemos el caballo atado a kilómetros de distancia. Para que las actuaciones presupuestarias y fiscales puedan tener éxito contra la recesión es imprescindible la existencia de una abundante liquidez y un gran número de recursos ociosos.
Tiene lógica que en los momentos actuales echemos mano de Keynes. El problema es que ha estado tanto tiempo postergado, cuando no condenado en el infierno de lo no correcto, que la mayoría desconoce su doctrina y utiliza un sucedáneo.
Juan Francisco Martín Seco