Hace tiempo que el petróleo ha desaparecido del espacio informativo más destacado, tras meses de tener presencia casi constante, transmitiendo la evolución alcista de su precio prácticamente en tiempo real. ¿Es sólo una buena noticia? A lo mejor, no.
Un mes tan cercano como el pasado julio el barril de crudo rozaba los 150 dólares y no pocos analistas auguraban que llegaría a 200 dólares antes de Navidad. Entonces, los automovilistas pagaban gasolina y gasóleo más caros cada vez que llenaban el depósito, la inflación sufría y algunos profesionales amagaban con reverdecer viejos conflictos a menos que se les concediera la consabida subvención. De pronto, las cosas comenzaron a cambiar.
Ahora mismo, el petróleo cotiza en los mercados internacionales en rangos de 40 dólares el barril, es decir, la tercera parte del máximo con que arrancó el pasado verano. Los pronósticos han pasado a sugerir que durante los próximos meses el descenso continuará y hay quien habla incluso de 20 dólares a principios del próximo año.
Las dudas, lógicamente, persisten. Además de la asociada a pronósticos que rara vez se cumplen, existe la permanente de si la caída ya producida se está trasladando o no debidamente a lo que pagan los consumidores; materia difícil de despejar teniendo en cuenta la elevada carga fiscal que soporta el litro de combustible. Pero hay más.
Sin duda, el retroceso de los precios del crudo responde a la fuerte contracción que está experimentando la economía mundial. Aunque sin duda existieron otros factores, algunos de índole especulativa, lo esencial de la progresión de los precios del petróleo (y el gas vinculado a aquél) fue consecuencia del aumento de la demanda, sobre todo por el vigor de las economías emergentes que, aunque muchos preveían lo contrario, se están frenando bruscamente, tanto o más que las más desarrolladas. La buena noticia del abaratamiento del barril, por tanto, es consecuencia de otra mala: la crisis instalada por doquier.
Otro factor a considerar es que el recorte de los flujos a los grandes países exportadores de petróleo ha desvirtuado el potencial atribuido a los llamados fondos soberanos, en los que muchos veían una suerte de remedio a la actual crisis financiera. Pero tampoco es una buena noticia que los bajos precios de la energía resten capacidad de demanda y consumo a economías que en los últimos años estaban cebando considerablemente el crecimiento global.
Con todo, quizás lo peor sea el riesgo de olvido respecto a la urgencia de rediseñar el modelo energético, desde la evidencia de que el actual estrangula el potencial de crecimiento mundial. Es verdad que esta vez han sido otras las causas desencadenantes de los problemas, pero la fuerte dependencia de unas fuentes energéticas incapaces de responder con aumentos de producción al incremento de la demanda en las fases alcistas del ciclo económico iba camino de provocar algo semejante, antes o después.
Cualquier replanteamiento del modelo energético no es cosa de un día para otro: harán falta años, si no décadas, para sustituir de forma significativa la actual adicción al petróleo y el gas. De ahí la importancia de empezar cuanto antes y, en sentido contrario, las peligrosas consecuencias a medio y largo plazo de acomodarse a pensar que el problema ha dejado de ser crucial.
Enrique Badía