Mientras en España se debate lo que sabía el Gobierno anterior, o éste, sobre el paso de los aviones de Estados Unidos camino de Guantánamo o de otros lugares, en la nación norteamericana sigue extendiéndose la creencia de que Obama cerrará en un plazo relativamente breve la base como centro de detención.
Dentro del laberinto económico que hereda, el presidente entrante tiene, en el tema de Guantánamo, otros quebraderos de cabeza. El más inmediato es el de los cinco acusados de participar y organizar el infame atentado de las Torres Gemelas. El lunes pasado, en su proceso, hubo una sorpresa. Los cinco acusados, incluido Mohamed, el cerebro del golpe, anunciaron que desean prescindir de sus abogados y declararse culpables. El coronel Henley, que preside el tribunal desde hace poco, tiene graves problemas procesales, de los cuales no es el menor que no está seguro de si el estatuto militar bajo el que juzga a los detenidos permite imponer la pena de muerte a un acusado que se declara culpable sin que un jurado de militares haya podido pronunciarse sobre el asunto. También debe encontrar incómodo que sólo pueda estudiar la documentación relativa al caso acudiendo a unos lugares seguros dentro de la base.
Aunque los acusados, por su propia confesión entre otras cosas, parezcan a todas luces culpables, las peculiaridades del proceso les dan una oportunidad de presentarse ante el mundo, especialmente ante la opinión pública islámica, como mártires ejecutados por un sistema expeditivo y poco justo.
Se cree que su actitud está motivada por el temor de que Obama cierre Guantánamo a la carrera y que ellos sean, entonces, llevados ante un tribunal federal o militar que aplique los procedimientos regulares. En los que habría más garantías legales y, en consecuencia, en los que sus maniobras para presentarse como mártires tendrían más posibilidades de ser desenmascaradas. Hay voces que piden se siga en este camino alegando que no sólo es una cuestión de justicia sino que está en juego no darle una baza propagandística a los terroristas.
Inocencio Arias