Se celebraron este sábado día 6 treinta años de vigencia de la Constitución española. Más que, una vez más, intercambio de bombos mutuos, de autofelicitaciones y de mirar atrás en la clase política, lo que la ciudadanía española demanda mayoritariamente, y así lo prueban recientes encuestas, es una reforma de ese texto. Al fin y al cabo, el mismo es reflejo de su época, de la correlación de fuerzas, de los condicionantes entonces existentes. Es reflejo de su tiempo y ese tiempo, treinta años después, es muy, muy diferente. La Constitución hoy no sirve y, por tanto, es imprescindible y urgente reformarla.
Decir eso no es decir mucho si no se define qué tipo de reforma. La propuesta por el Gobierno (las cuatro modificaciones), absolutamente insuficiente, es, dicho claramente, una tomadura de pelo. Mejor encaminadas van las propuestas del PP, que coinciden con las anteriores pero añaden otras dirigidas al lamentable «Título VIII. De la Organización Territorial del Estado» y, más concretamente, a la configuración actual y previsible del Estado de las Autonomías.
Esa configuración del Estado, en teoría, incluso en su origen, es una buena idea pero se ha convertido en su contrario, como lo muestra de manera gráfica el nuevo Estatuto de Cataluña, que supone la modificación de facto de la actual Constitución estableciendo no ya un Estado federal sino uno confederal. El «efecto emulación» en las demás Comunidades, la conversión de las direcciones regionales de los partidos estatales al nacionalismo o al regionalclientelismo y, sobre todo, la falta de lealtad constitucional de los nacionalistas nos llevan, de no remediarse, a la quiebra constitucional y del Estado. Esas imprescindibles reformas deben incorporar el cierre final del modelo autonómico (no hay sociedad ni economía ni Estado que resista el tira y afloja, el victimismo permanente) con recuperación de algunas competencias transferidas (en educación, urbanismo, recursos hidráulicos, justicia, por ejemplo) y establecimiento de un nuevo procedimiento para modificaciones estatutarias. Complemento imprescindible: modificación de la ley electoral de modo que haga posible un tercer partido de ámbito nacional.
Ésa es la reforma más urgente pero no es la única. Por ejemplo, en algún momento, seguramente cuando se plantee la sucesión a la jefatura del Estado, habrá que hablar, superando la censura de facto y la autocensura, sobre la forma política del Estado español, la monarquía parlamentaria, artículo éste, más que ningún otro, esclavo de su tiempo y sus circunstancias. Pero no por eso con vocación de eternidad.
Porque además, en muchos casos, la Constitución no se cumple. Algunos ejemplos, aparte del desmadre autonómico: artículo 3.1 sobre el derecho de todos de usar el castellano; artículo 4.2, que dice que las banderas autonómicas se utilizarán junto a la de España en sus edificios públicos y actos oficiales; artículo 6, que afirma el deber de los partidos de ser democráticos en su estructura interna y funcionamiento; artículo 16.3, que proclama que ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal; artículo 139.2, que afirma la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes en todo el territorio español; artículo 149.1, que proclama la competencia exclusiva del Estado en las Relaciones Internacionales. Esto es sólo una pequeña muestra de dónde estamos treinta años después.
Aceptada la necesidad y urgencia de la reforma constitucional, lo que ya sería un avance porque hasta hace poco ese texto se consideraba inmutable, resta algo también importante. No se trata sólo de su alcance sino de por quiénes y cómo se hace. La respuesta es sencilla sobre el papel pero de enorme dificultad en la práctica. Corresponde a los dos partidos mayoritarios. La dificultad obedece a que para esa tarea necesitarían tener un sentido del Estado y de los tiempos históricos. Algo de lo que, al menos hasta hora, han demostrado carecer, sobre todo el PSOE. Tampoco los que quedan del grupo de autores principales de la Constitución (a los que, curiosamente, se les quiere mitificar como una versión autóctona de los Founding Fathers) son partidarios, salvo una excepción, a pesar de reconocer las insuficiencias del texto. Con ese frente amplio en contra, las perspectivas de ese algo imprescindible son sombrías.
Luis de Velasco