«Lealtad es acatar y poner
En obra lo que las leyes dicen»
(Dante)
Ha dicho José Luis Rodríguez Zapatero, gran líder nacional por incomparecencia del contrario, que «la reforma constitucional no es prioritaria para el Gobierno». ¿Se le ocurre a alguien una razón más poderosa y solvente para reclamar la urgencia de una reforma constitucional? En aras del futuro de España y el porvenir sosegado y próspero de los españoles mejor sería, tras disolver las Cortes y decretar un periodo constituyente –que no lo tuvo la Constitución de 1978–, redactar una nueva; pero debe reconocerse que no está el horno para esos bollos y, sobre todo, que la degeneración del espíritu que, en su día, vivificó nuestra Ley de Leyes ha caducado y que hoy no parece posible el consenso sin el cual no tendría mayor sentido la ambición de una Constitución sin Títulos tan elásticos y caprichosos como el VIII ni tan rígidos y con ansia de eterna perpetuidad como el X, el que habla, precisamente, de las hipotéticas reformas constitucionales
La pregunta que encabeza esta columna no es meramente retórica. ¿Tenemos Constitución? Existe, desde luego, un texto del que acabamos de celebrar sus primeros treinta años de presencia; pero eso, si vamos al fondo de la cuestión, no es suficiente. ¿Ese texto es la guía por la que se rigen, sin enmiendas totales u olvidos absolutos, todos los partidos políticos presentes en cualquiera de los muchos –demasiados– Parlamentos que adornan y/o niegan la Nación?
A propósito del trigésimo aniversario de la Constitución, un partido político –ERC– con representación en la Generalitat y en el Congreso de los Diputados, parte del Govern que rige los destinos de Cataluña, organizó un acto, dicen que simbólico, en el que después de un larga procesión laica por el centro de Barcelona y de amenazar al Tribunal Constitucional –»no cambie ni una coma del Estatuto catalán»– procedió a la quema de un ataúd en el que, con esmero y premeditación, se había rotulado la palabra «Constitución». A mayor abundamiento, y para que no cunda la duda, el diputado Joan Tardá, que participó en el acto, gritó «¡Viva la República, muerte al Borbón!».
El señor Tardá, por supuesto, es muy dueño de ser republicano y de proponer el cambio de nuestro modelo constitucional de Estado. Lo que no es admisible, y permite dudar sobre el vigor de la Constitución, es que un representante de pueblo español, con asiento en la Carrera de San Jerónimo, pueda gritar impunemente para reclamar la muerte de nadie. Tratar de justificar el grito, como ha tratado de hacerse, invocando el recuerdo de nuestra Guerra de Sucesión, le añade escarnio a la ofensa. Naciendo el XVIII, en España no había republicanos. Quienes se oponían «al Borbón» –Felipe V– lo hacían para defender la causa de Carlos de Austria.
La invitación al asesinato, que es lo que encierra la gracieta de Tardá, no cabe en ninguna Constitución. Tampoco la provocación al magnicidio. Tardá es uno de nuestros 350 representantes en el Congreso, que aquí todos nos representan a todos a base de no representarnos a ninguno y ejercer la partitocracia.
El mismo señor Tardá, embozado en la inmunidad que le presta su condición, aprovechó el acto anticonstitucional de Barcelona para decir que José Bono, el presidente del Congreso, es «un caradura y un sinvergüenza» y que el senador Manuel Fraga «tiene las manos manchadas de sangre». La lealtad constitucional, materializada en el acatamiento y el respeto a las leyes, es exigible especialmente a quienes la Constitución, precisamente la Constitución, les ha convertido en personalidades y representantes populares.
Si, amparándose en la Constitución, se puede justificar una conducta como la de Tardá, que no es una excepción entre los de su catadura, es que, de hecho, no tenemos Constitución y, contra lo que dice Zapatero, es urgente que nos dotemos de una en el que los límites sean precisos y no pueda servir de coartada y de mazo para destruir el Estado y romper la Nación. Las formas, en la democracia, no son algo accesorio. De hecho, son la mismísima esencia de la democracia. Por eso, insisto: ¿tenemos Constitución?
Manuel Martín Ferrand