Zimbabue está entrando en un terreno que toca lo apocalíptico. No parece que al mundo, con crisis económica que afecta a todos los bolsillos, etc., parezca importarle demasiado. Lo llamativo es que África tampoco se inquieta excesivamente.
En Zimbabue, un faro de prosperidad africana hace años, hay un 90% de parados, tres cuartas partes de las escuelas del país están cerradas, los tres hospitales de la capital no funcionan y ha aparecido el cólera. Ya hay ochocientos muertos y se cree que varios miles de infectados. El caos creado por el Gobierno es directamente responsable. Políticamente, el país es un páramo. El déspota Mugabe perdió las últimas elecciones a pesar de una política de amedrentamiento y violencia contra la oposición y se negó a abandonar el poder. En estos días no quiso recibir una misión de sabios entre los que estaba Koffi Annan, Graca Machel, el ex presidente Carter, etc. Varios activistas políticos, Justina Mokoko, etc., que recopilaban los desmanes del régimen, han sido raptados por la policía y se ignora su paradero. En el país reina el terror.
Hay voces africanas que se levantan contra esta prolongada tropelía, el primer ministro de Kenia, Raila Odinga, el premio Nobel Desmond Tutu…, pero el zorro de Mugabe sabe cómo dividir a los africanos. Proclama que todo es una conspiración imperialista anglosajona, difunde que el brote de cólera ha sido creado por Gran Bretaña y aún hay gente que lo cree y está dispuesta a cerrar los ojos a la ruina a que ha llevado al país a hacer de este su finca, a las violaciones sangrantes de los derechos humanos, etc.
Una responsabilidad especial tiene Sudáfrica, nación dispuesta a desempeñar el papel de superpotencia en la zona en unas ocasiones pero a inhibirse en otras, aunque es, a todas luces, la mejor situada para presionar al dictador. Internamente, su Gobierno ya dio muestras de una penosa terquedad en la lucha contra el sida, negándose a reconocer las causas de una enfermedad que asola Sudáfrica, ahora es remisa en admitir que Mugabe, héroe de la lucha de la independencia contra los británicos, se haya convertido en un villano de la peor calaña. Es posible que los dirigentes sudafricanos se percaten de ello, pero temen la repercusión en su opinión pública, aún alimentada por el mito de haberle plantado cara al opresor blanco, que justifica todo, incluido el oprimir ahora, con mayor crudeza, a la población negra.
El pasotismo de Pretoria pone de manifiesto que también en la antaño sojuzgada África el comportamiento de los gobiernos sigue unas mismas pautas. La prédica del humanismo, la denuncia de los egoísmos de los dominantes, la solidaridad con los débiles pasan a mejor vida por razones de Estado o consideraciones políticas del momento. Aunque los que sufran sean de tu raza.
Inocencio Arias