Pocos personajes tienen tanta repercusión mediática como las grandes estrellas del deporte, en especial los futbolistas. Zinedine Zidane, por ejemplo, fue una especie de mago que convirtió el fútbol en expresión artística. Zidane, no obstante, se despidió del profesionalismo tras arrear un cabezazo a un rival pendenciero y fullero que, por lo mismo, se convirtió en héroe en Italia. Otro gran ídolo de la afición del último cuarto de siglo es Diego Armando Maradona que, a pesar de su inigualable control del balón, ha pasado a la historia por sus adicciones, su amor al comunismo liberticida y por meter un gol con lo que ha pasado a llamarse la «mano de Dios».
Maradona es tan popular en Argentina que incluso ha nacido una religión que ha convertido en dios a tan polémico personaje. No se veía tamaño disparate desde que muchos jamaicanos creyeron que el dictador Haile Selassie era la reencarnación del dios Ras. El ser humano es capaz de los mayores absurdos; por eso apenas importa cuál sea la naturaleza de sus mitos, de sus ídolos, de sus dioses.
El actual mundo, tan materialista, tan ajeno a lo espiritual e intelectual, ha devenido en un sinsentido ético donde lo que más atrae la atención son las competiciones. Las deportivas, por su propia naturaleza, son las más llamativas, pero el mundo en general se ha dividido entre triunfadores y perdedores. Por eso ganar, en el fondo, es el principal valor moral que rige nuestros destinos.
Yo mismo, hasta hace poco, jugaba al baloncesto. En la cancha, sobre todo a partir de que mis condiciones físicas fueron degenerando, era todo un «bilardista». Curtido desde joven contra viejos veteranos -¡jugué incluso contra Sevillano!- aprendí todas sus marrullerías y las hice mías con cierta maestría. Fui mejor jugador cuando fui fullero que cuando mostraba mis habilidades técnicas. Por eso gané más partidos sin condiciones que cuando las tuve.
Sin embargo, una vez terminaba el partido, el deporte se acababa y volvía a mi vida normal con intención de ser «bueno» y no usar esas malas artes en la vida cotidiana. El pasmo llega cuando ves que los grandes ídolos de las masas, de forma más intensa y preocupante entre los niños y jóvenes, son tramposos o violentos reconocidos. El que uno consiga hacerse famoso y alcanzar la gloria por meter un gol con la mano sin que el árbitro se dé cuenta es ciertamente revelador. Gran culpa de la crisis financiera que sufrimos es de aquellos inversores que también tocaron el cielo del prestigio gracias a unas trampas que sólo ahora comienzan a mostrarse dañinas.
El fútbol es un mal ejemplo, pero es el principal ejemplo de nuestra sociedad. En periódicos, teles y radios la información deportiva, concretamente la futbolística, tiene cada vez mayor peso y repercusión. Día tras día futbolistas de renombre, sin importar su educación, formación o valores «deportivos» -en el sentido de Coubertain-, hablan una y otra vez sobre los mismos temas, repitiendo incansablemente los mismos mensajes. Y luego en la cancha hacen falta, hostigan al contrario y engañan a quien haga falta con tal de lograr la victoria. Éstos son nuestros ídolos.
Otro ejemplo. En España la afición del Atlético de Madrid es considerada ejemplar. El forofo atlético, sin embargo, suele ser antimadridista. De ahí que el término «vikingo hijo de puta» o los cánticos vejatorios contra el Real Madrid y sus seguidores sean una constante en el próximo a desaparecer Vicente Calderón. Da igual quien juegue; lo importante es mentar la madre de los madridistas. Y esto se repite en todos los campos, con insultos y burlas a los contrarios y rivales, violencia verbal que sólo llama la atención cuando tiene tintes racistas. Pero, al fin y al cabo, son cánticos y sonsonetes con un alto contenido violento.
Esto apenas importaría si el reflejo en la sociedad no fuese tan constante e influyente. Los equipos deportivos tienen que ganar a cualquier precio. Cosa que hasta entiendo dentro del terreno de juego. Pero fuera de la cancha las cosas deberían ser diferentes. Aun así, Zizou, Maradona, Ronaldo, Ronaldinho, Rooney y otros sujetos de conducta cuando menos dudosa son los ídolos en los que nuestros jóvenes quieren convertirse cuando sean mayores.
En la Grecia Clásica, Antifonte defendía que, por naturaleza, el hombre tenía que hacer cualquier cosa para sobrevivir y triunfar. Para él, sólo era malo aquel que cometía un delito y era «pillado». Si engañabas, robabas o matabas y salías «limpio» del acto, entonces eras alguien bueno. Esto, que parece una mala parodia, es hoy en día una constante ética. Después de todo, si no les pilla el árbitro, los deportistas son los más grandes seres humanos del mundo. Hay que ganar a cualquier precio; si es de penalti injusto, mejor; si el penalti es fruto del engaño, sublime. Ésa es la moralidad que respira la Tierra, y contra eso no hay ningún Sócrates que valga. Si es que esta sociedad es capaz de engendrar uno, claro. [email protected]
Daniel Martín