Hubo que esperar al minuto final para conseguir la clasificación. Fue necesario echar mano de la rabia para que la injusticia que se estaba cometiendo fuera reparada. El Barça estuvo fuera de la final de Roma desde el minuto noveno y sacó billete para la misma en el tiempo de prolongación.
Era impensable que el Chelsea, equipo dedicado a destruir, saliera del Camp Nou con el cero en su casillero. Era deseable que en su campo jugara con más alegría, con menos precauciones, que buscara el gol practicando fútbol alegre.
Marcó Essien en el noveno minuto y a partir del mismo el Chelsea volvió a mostrar su cara más fea. Otra vez se atrincheró. De nuevo retrasó a todo el equipo y dejó en el ataque a Drogba como llanero solitario.
En estas circunstancias el Barça se vio obligado a abrir espacios para buscar la igualada y ello propició los ataques londinenses y las jugadas de mayor peligro.
Tuvo que ser Víctor Valdés quien salvara al equipo de la eliminación. En el gol no pudo hacer nada, pero las dos más claras ocasiones del encuentro las salvó casi milagrosamente y por intuición más que por colocación y visión clara de la jugada. Supo reaccionar y con una rodilla y un pie evitó dos tantos que habrían dejado en la cuneta a su equipo.
El Chelsea, arrinconado y sin balón, se dedicó a cubrir su áreas con el amontonamiento de jugadores. El equipo barcelonés no supo resolver el problema. Le ocurrió lo mismo en el Camp Nou. Sus mejores hombres no tuvieron inspiración suficiente.
Con diez hombres por expulsión de Abidal, el equipo catalán recurrió a la rabia, a la fe en el triunfo, y cuando ya parecía el partido acabado encontró la jugada en la que Iniesta tuvo en sus pies el disparo salvador. Fue el único que lanzó su equipo entre los palos.
Habría sido injusto que el Chelsea, con su fútbol rácano, con el cerrojo infamante que usó en ambos partidos, hubiera llegado a la final.
Julián García Candau