Al mismo tiempo que el nuevo lehendakari Patxi López promete velar por el derecho al castellano, frente al vascuence, para los niños vascos que quieran, respaldados por sus padres, educarse en su idioma materno, que además es nada menos que el idioma oficial del Estado, en Cataluña un español de Iznájar, provincia de Córdoba, convertido por azares del destino en «president de la Generalitat», respalda con su pasividad y su actitud, cobarde y felona por supuesto, el práctico destierro del castellano, o sea, el español de un tal Cervantes y segunda lengua del planeta, de la enseñanza escolar. Esos niños, españoles de idioma, quedan transferidos como ciudadanos a una lengua que no es la suya de origen y, en la práctica docente, van a estar en desventaja a la hora de asimilar los conocimientos que necesitan para valerse en la vida. Los propios niños catalanes «genéticos», sin padres pudientes que les garanticen un adecuado bilingüismo pagado en colegios ad hoc, echarán de menos en muchos casos el perfecto conocimiento del español (cuando traspongan los límites de su taifa independentista y pretendan moverse por el «resto del Estado» e incluso más allá de sus fronteras) como instrumento expresivo casi universal.
Es triste que, existiendo como existen cuatro sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y otra del Tribunal Supremo contra el práctico apartheid lingüístico y docente, todo haya seguido igual y últimamente empeorando hasta la aniquilación del idioma materno de referencia. Aprender el español en casa y de oídas en la calle, donde lo practica un porcentaje considerable de la población, no puede compararse con la enseñanza reglada que al niño español se le hurta. Ahora más que nunca procedería el recurso ante las instancias judiciales, tanto españolas como extranjeras (ahí está, por ejemplo, el Tribunal de Derechos Humanos). Pero los dirigentes del apartheid cuentan con la indefensión y el miedo del posible recurrente, el temor al aislamiento profesional de sus hijos y su conversión en ciudadano insolidario, marginal y de segunda. Ese miedo se transforma en cobardía de los gobernantes, que olvidan cómodamente desde Madrid y su mundo ministerial el atropello que paulatinamente va convirtiendo en normalidad esa infame discriminación.
La situación del País Vasco, también bajo la admitida denominación de Euskadi cuando no Euskal Herria, no es comparable a la catalana porque los respectivos idiomas nativos, catalán y euskara, no gozan de la misma proyección, versatilidad y utilidad práctica. Personalidades importantes de la vida vasca, incluidos políticos del mayor nivel, han aprendido el euskara, hasta donde ese idioma permite por sí mismo ser dominado, cuando sus intereses fatigosamente se lo han impuesto.
Las actuales autoridades políticas catalanas creen haber salvado la cara mediante unos minutos de enseñanza del español, a saber con qué calidad. Una auténtica limosna vergonzante «concedida» de mezquino modo a un bien superior, como es el reconocido pero no aplicado derecho a disfrutarlo.
Lo que se predica del caso catalán es, por supuesto, trasladable a su modalidad baleárica y valenciana. Y siempre sobre la base de evitar competir con el español por el inefable método del ya citado apartheid. Todo lo que ese disparate tiene de ridículo y grotesco decae ante la importancia del daño inferido a quienes, por razones de diversa índole, no se halla en condiciones de autodefensa. A todo lo cual se une el miserable encogimiento de hombros del poder estatal llamado a velar por la igualdad, ahora que existe precisamente con ese nombre un ministerio que, por cierto, no da señales de tener en cuenta la dramática circunstancia que viven muchos ciudadanos en las taifas bilingües que han renunciado a serlo verdaderamente.
No hace falta subrayar demasiado lo obvio: se cuestiona España. Todo el mundo lo sabe y más que lo va a saber.
Lorenzo Contreras