Dentro de dos meses casi exactos, el 7 de julio a las 12 horas, Julián Muñoz, ex alcalde de Marbella y grande ladrón de España, intervendrá en foro académico para hablar de «periodismo y corrupción política», título del curso de verano al que ha sido invitado por la Universidad pública Rey Juan Carlos.
Cabe suponer que, aun sabiendo algo de periodismo, como indica su experiencia televisiva, perorará mayormente sobre corrupción política, y contestará a las preguntas de un periodista gracias a su know how de la cosa. En su nutrido currículum figuran casi un centenar de causas pendientes por corrupción, más nueve condenas por delitos urbanísticos. Ciertamente, su hoja de servicios le confiere autoridad, aunque otro de los invitados no le va a la zaga. Se trata de Juan Hormaechea, ex presidente de Cantabria, condenado a seis años de prisión y catorce de inhabilitación por malversación y prevaricación. El acto de inauguración correrá a cargo de José María Ruiz Mateos.
La Universidad pública Rey Juan Carlos rompe así una lanza académica a favor del arte del delito, inexplicablemente postergado a la hora de juzgar los méritos de quienes imparten lecciones bajo la techumbre universitaria. Como toda novedad, ha obtenido su lugar en la prensa, y a buen seguro muchos colegas de otras universidades están ya envidiando la repercusión mediática. El ejemplo cundirá. A no tardar, el monstruo de Amsteten intervendrá en un curso estival sobre «Rapto y abuso de menores»; el hombre que estuvo a punto de matar al profesor Jesús Neira disertará en algún paraninfo acerca de «Mujeres, maltrato y violencia doméstica»; el violador del Ensanche obtendrá la cátedra para el estudio de las agresiones sexuales; y ‘Josu Ternera’ dirigirá una tesis doctoral sobre «Terrorismos del siglo XXI». ¿Por qué no?
La Universidad española bolonizada y desquiciada se suma así a la tendencia general a confundir conocimiento y experiencia personal. Si entre quienes pueden enseñar algo de la corrupción figuran grandes corruptos -y no quienes estudian los mecanismos sociales, políticos o psicológicos de su comportamiento-, definitivamente hemos perdido el norte: toda autoridad intelectual ha de tener un componente de autoridad moral, la del que analiza, estudia, valora, pondera y juzga, de acuerdo con los valores de la sociedad.
Lo más escalofriante es que esta devaluación del conocimiento se haga desde el propio ámbito universitario, donde se les supone enterados de que la experiencia personal a veces enriquece el conocimiento teórico y a veces lo distorsiona, pero en ningún caso puede ser el único sustento de una ponencia que se pretende académica, y menos aún cuando esa experiencia consiste en haber delinquido. Espero que, en adelante, la Universidad pública Rey Juan Carlos no publique ninguna tesis sobre el descubrimiento de América, a menos que encuentren un doctorando que pueda afirmar: «Yo estuve allí». Y a ser posible, que participara en la rapiña del Potosí.
Irene Lozano