Las pruebas de resistencia que las autoridades norteamericanas han hecho a sus veinte bancos principales han dado bonito, están bien de salud. Sólo necesitan reforzar sus recursos propios con unos 75.000 millones de dólares, y si no encuentran inversores el Gobierno está dispuesto a echar una manita. De manera que problema resuelto, y así lo interpretaron en una primera lectura los señores de la Bolsa, que respondieron con compras y mejora de precios.
La segunda lectura de estas «pruebas de esfuerzo» a pacientes cardíacos no es tan favorable, no son pocos los que empiezan a apuntar que ha sido un ejercicio intelectual interesante pero poco útil. Las autoridades supervisoras han construido escenarios económicos más o menos desfavorables y han puesto a los bancos a funcionar en esos escenarios; les ha salido que vendría bien reforzar el capital; un consejo que nunca sobra.
Pero queda sin respuesta la pregunta fundamental: la calidad de los activos, la capacidad de pago de los clientes, la recuperación de lo prestado con los correspondientes intereses y comisiones. Krugman señalaba en su artículo de esta semana que la Administración Obama parece confiar en que la recuperación económica, alentada por la política monetaria más complaciente y activista de la historia, traerá salud a los bancos y contribuirá a que todo se arregle con mecánica precisión, como magia potagia.
Pero ¿y si no ocurre así?, ¿y si la magia se embrolla y la economía no tira, los bancos no se recuperan y la gran recesión se convierte en algo peor? Las pruebas de esfuerzo de los bancos no demuestran casi nada, sólo han servido para rellenar unos días de emoción y un seguimiento informativo bastante complaciente. De la reforma del sistema de supervisión tan urgente y tan reiterada apenas hay nada nuevo, y los banqueros que han armado esta crisis siguen campando a sus anchas.
Que la crisis bancaria norteamericana se vaya a superar con otros 75.000 millones de dólares de recursos propios no se lo cree ni el empleado de la puerta más veterano que sueña con la jubilación y con no volver a ver a esa gente.
Fernando González Urbaneja