lunes, noviembre 25, 2024
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De Madrid al infierno

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«Para hacer ejercicio pasee con

Alguien que le acompañe de buen grado,

Preferentemente un perro»

(David Brown)

Aquello que, con orgullo, decían los vecinos de la capital de España, gentes generalmente nacidas lejos de la Villa del Oso y del Madroño -«De Madrid, al cielo»-, ya no tiene razón de ser. Son muchas las fuerzas que así lo determinan, desde el crecimiento desmesurado al olvido del casticismo; pero una de ellas, no la menor, reside en el entendimiento de la ciudad que preside la conducta de su actual alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón.

Posiblemente fue José María Álvarez del Manzano el último alcalde de un Madrid cálido y acogedor. El rompeolas de las Españas, como decían los clásicos, era un gigantesco pueblón manchego al que llegábamos isidros –paletos- procedentes de todas partes para, según los casos, estudiar una carrera imposible en nuestros respectivos lugares de nacimiento, sobrevivir en los años del hambre o protagonizar una aventura vital potencialmente más abierta que la entonces posible en la represora y ñoña realidad de las provincias.

Tan seductora y acogedora resultaba Madrid que la mayoría de quienes aquí vinimos, aquí nos quedamos. Ruiz-Gallardón, que fue un magnífico presidente de la Comunidad de Madrid, pasó, por capricho de José María Aznar, a tomar la vara de alcalde en el 2003. Debió de sentirse estrecho en su nuevo cometido y, para no traicionar su demostrada ambición política, se empeñó en cambiar el ritmo de la ciudad. Para empezar, y como síntoma, dejó la Casa de la Villa, un viejo e histórico palacio del Madrid de los Austrias, y se instaló en Cibeles, en un gigantesco y faraónico edificio-tarta de mi paisano Antonio Palacios.

Es muy posible que, como político, Gallardón esté haciendo méritos para llegar a la Moncloa y ascender al Olimpo del PP -tampoco tiene ahí mucha competencia-; pero como alcalde se ha instalado en Babia. Su vocación faraónica no se quedó en la pirámide el Palacio de Correos, sino que se demuestra en que Madrid es, después de sus seis años de gestión, la ciudad más endeudada de España. Ocho veces más que Barcelona. Algo que pagarán, si pueden, nuestro nietos.

No se le pueden negar a Gallardón iniciativas brillantes, como la recreación de la M-30; pero debe considerarse que los presupuestos, en cualquiera de los ámbitos de la Administración, son un marco legal que establece los límites del poder. Límites sobrepasados por el actual alcalde con tanta irresponsabilidad como brillantez.

Mientras tanto la ciudad, el ámbito de los ciudadanos, ha ido ganando en incomodidades y rebajando sus viejas notas de amable convivencia. La suciedad, horizontal y vertical, es frecuente y la zafiedad de grupos incontrolados está ya establecida. El afán recaudatorio a que obliga la ligereza en el gasto ha elevado los costes reales de Madrid. Desde el precio del metro cuadrado, en alquiler o en venta, en cualquier inmueble -un tercio más alto de sus equivalentes en Berlín- al de los puntos de aparcamiento posible, un disparate.

En ese ambiente de degradación de los valores clásicos de Madrid, siempre en el marco de un gasto público desmedido, Gallardón pretende que Madrid sea la Sede Olímpica para los Juegos del 2016. Inmersos en una cultura cívica como la que, para nuestra perdición, hemos ido construyendo en los últimos tres cuartos de siglo, el contento por la iniciativa olímpica del alcalde está generalizado. ¿Habrán reparado los entusiastas de la causa en quién va a pagar todo lo mucho que eso cuesta?

Es posible que esté añadiendo al análisis excesivas dosis de racionalidad y que la alegría de todos siempre merece un buen despilfarro; pero me espeluzna añadir a la deuda que hoy sufre Madrid la que se derivará del proyecto olímpico. Por el momento, y con la general aceptación de la mayoría -no lo ignoro-, acabamos de asistir, en la acogida de los «examinadores» del Comité Olímpico Internacional, a un ejercicio de paletismo colectivo digno de causas más profundas. Hemos tratado como jefes de Estado, interrupciones de tráfico incluidas, a un grupito de personajes de menor cuantía.

Desde que los Juegos Olímpicos perdieron la inmensa grandeza del amateurismo, como los quería el Barón de Couvertin, y se convirtieron en el escaparate de los profesionales de todos los deportes, que, por lo general, tienen otros marcos y competiciones para lucir su destreza, el COI y cuanto de él se deriva no es otra cosa que un inmenso negocio de franquicias. Es lo que se lleva en estos tiempos y supongo que lo que estoy predicando aquí gozará de escaso respaldo entre quienes puedan leerlo; pero no se debe renunciar a las propias convicciones.

Gallardón, si los Juegos del 2016 vienen a Madrid, pasará a la Historia. Pocos sabrán dentro de unas cuantas docenas de años que él fue el primer alcalde que prefirió que Madrid fuese una escala hacia el infierno en lugar de pretender el cielo como destino clásico de la capital. Incluso quienes entonces estén pagando con sus impuestos la deuda contraída por el Concejo presente, ignorarán el origen de su mal. Aquí seguirá siendo mayoría la que entienda los efectos sin causa alguna que los provoque.

Manuel Martín Ferrand

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