domingo, noviembre 24, 2024
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La gran pitada y el vasco de ‘atrezzo’

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Lo que sucedió en la noche del pasado miércoles en el estadio de Mestalla, donde el Rey y el himno nacional recibieron una sonora y estruendosa pitada, era previsible. Televisión Española, que tenía la exclusiva del partido, actuó como en los peores tiempos, lo tenía todo preparado. Por lo que pudiera pasar. Y cuando sucedió lo que esperaban, puso en marcha el «plan B», conectando con Bilbao y Barcelona, en el preciso momento, ¡oh casualidad!, en el que comenzó el abucheo general.

Con esta incalificable actitud impidió que los telespectadores pudieran contemplar la entrada de los Reyes en el palco y escuchar la marcha real, de obligado cumplimiento y obligada inserción.

La cadena pública ha achacado la censura del abucheo al Rey a un error humano y ha cortado la cabeza del «censor».

Resulta ridículo que en el descanso intentaran recuperar, casi sin sonido ambiente, el himno nacional. Tal parecía enlatado; también enfocaron a un aficionado vasco vestido con la camiseta del Athletic y la mano en el pecho mientras escuchaba, emocionado, el himno nacional. Tal parecía de atrezzo.

Dicen las lenguas de doble y triple filo que Don Juan Carlos, intuyendo lo que podía pasar, se hizo acompañar por la Reina para no ser el único en recibir la gran pitada. Se equivocó. Debió haber invitado a Rodríguez Zapatero y habría tenido a quien echar la culpa de la escandalera atribuyéndola a la presencia del presidente.

No es la primera vez que el Rey afronta situaciones parecidas o mucho peores que las de Valencia.

Este columnista ha sido testigo de más de una. En todas ellas Don Juan Carlos ha sabido fingir ignorando la existencia de esos enemigos para no incurrir en la vulgaridad de tener que defenderse de ellos.

En estos delicados momentos sabe demostrar que, cuando es necesario, hay que mantener la cabeza fría por muy dolorido y caliente que se tenga el corazón.

Todavía recuerdo aquella ocasión en la que, visitando Granada, le tiraron tomates. «Uno de ellos vino a estrellarse en mi pantalón». Me agaché, pase el dedo por la mancha y me lo lleve a la boca a la vez que, mirando a quien me lo había arrojado, le dije: «Vaya, está un poco amargo», me recordaba.

En otra visita, creo recordar que en Valencia, en la época en la que incluso desde el propio régimen se le descalificaba, e imaginando que le iba a suceder algo desagradable, caminaba atento al lugar y al grupo desde donde pensaba podía partir la intemperancia.

«De repente di un salto hacia atrás para apartarme de la trayectoria de algo que vi venir directamente hacia mí: era un tomate que se estrelló en el uniforme del capitán general que me acompañaba y que iba distraído. «Esto iba para vuestra Alteza, me comentó muy tranquilo».

En otra ocasión, Don Juan Carlos y Doña Sofía, todavía Príncipes, decidieron acudir al Teatro María Guerrero de Madrid para presenciar la actuación de los famosos coros y danzas, de la Sección Femenina, que tanto juego le dieron al régimen dentro y fuera de España (por supuesto en lo que entonces se denominaba hispanoamérica).

Una vez finalizada la representación de los bailes, los Príncipes se dispusieron a abandonar el teatro cuando fueron advertidos de que en el exterior se habían reunido numerosos jóvenes carlistas que, al tiempo que le insultaban, vitoreaban a Carlos Hugo, otro pretendiente al trono de España con el silencio de Franco cuando no con su consentimiento.

Los miembros de la escolta de Don Juan Carlos eran los mismos del Generalísimo, le pidieron que aguardara hasta que ellos despejaran la calle. Don Juan Carlos, que suele crecerse ante la adversidad, se negó a ello y decidió salir.

En ese momento los gritos, los insultos y los vivas a Carlos Hugo arreciaron. El Príncipe, antes de subir al coche, respondió con un «¡Viva!».

Cuando llegaron a la Zarzuela, y comentando el incidente con el marqués de Mondéjar, Doña Sofía explicó que a ella le hubiera gustado contestar con un ¡Viva Franco!, dando a entender que los alborotadores eran la mano ejecutora de otro, a lo peor, la orden.

Pero donde el Rey dio la talla fue el 4 de febrero de 1981, durante la visita al País Vasco que se desarrolló con manifestaciones a los gritos de «Reyes fuera» y «Gora ETA».

El momento más dramático se produjo en la Casa de Juntas de Guernica. La tensión llegó a ser tal, y el temor a incidentes tan manifiesto, que el general Sabino Fernández Campo le tenía preparado al Rey dos discursos, según se desarrollara el acto. No se equivocó.

Cuando Don Juan Carlos iniciaba su parlamento con estas palabras: «Siempre había sentido el anhelo de que mi primera visita como Jefe del Estado a estas entrañables tierras vascas…», fue interrumpido violentamente por los diputados de Herri Batasuna, que, con el pecho descubierto y el puño en alto, entonaban el himno nacional vasco, el Eusko Udariak, a menos de tres metros del Soberano.

La violencia verbal era tal, que el lehendakari Garaikoetxea ordenó a los servicios de seguridad que expulsaran a los alborotadores, produciéndose momentos de peligrosa tensión y enfrentamientos a puñetazos en la sala durante diez minutos.

Todo esto sucedía ante una Doña Sofía con el rostro lívido de terror y un Don Juan Carlos haciendo frente, con dignidad y aplomo, a uno de los más graves incidentes de su reinado.

Hasta se permitió dirigirse, intentando que fuera con sentido del humor, a los alborotadores diciéndoles, al tiempo que se llevaba la mano al oído: «No oigo, no oigo». De todo esto fui testigo privilegiado.

Fue el pasado miércoles, en Valencia, una ofensa ultrajante al Estado español representado por el Rey, y al himno nacional, dos símbolos que deben ser respetados.

Hoy, como entonces, valen las palabras de la segunda versión, modificada, que Sabino tenía preparada y que el Rey leyó con serena emoción:

«Frente a quienes practican la intolerancia, desprecian la convivencia y no respetan nuestras instituciones, yo proclamo mi fe en la democracia». Con dos cojones, lo digo yo.

Jaime Peñafiel

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