Es evidente que el Gobierno y el PP tienen una idea muy distinta de cuál debe ser la estrategia para enfrentarse a la crisis económica. Ambos se empeñan tanto en subrayarlo que incluso algunas coincidencias, al menos teóricas, sobre el cambio de modelo, la necesaria competitividad y la ortodoxia financiera quedan totalmente arrumbadas en el debate y la búsqueda de soluciones. Si para el PP, el presidente Rodríguez Zapatero se ha convertido, según una fórmula a la que acude a menudo la derecha, en «parte del problema», el PSOE insiste, con una retórica reciente pero que se repite hasta la saciedad, en que las críticas a su gestión son actuaciones «antipatrióticas». Estamos en el inicio de una nueva campaña electoral –con una importancia simbólica sensible en la batalla entre los dos grandes partidos- y no parece que la negociación y el acuerdo puedan hacerse un hueco en un ambiente de reproches y descalificaciones.
No parece posible el necesario acuerdo entre PSOE y PP. Necesario no porque las soluciones políticas sean meramente técnicas (es decir, desideologizadas, sin posibilidad de que sobre ellas haya un debate político), sino porque, sin renunciar a la discrepancia, sí debería haber un entendimiento elemental sobre el diagnóstico y la parte elemental de la farmacopea que aporte un mínimo de confianza en los agentes económicos. Tampoco parece posible, como se vio en el último debate sobre el estado de la nación, que el acuerdo se establezca entre el Gobierno y otros grupos minoritarios, aunque algunos puedan estar más próximos ideológicamente al PSOE, para dotar a las medidas de una cierta estabilidad parlamentaria. En este escenario, y sin querer obviar la responsabilidad de todos, se diría que es mayor la del Gobierno, tanto porque le corresponde la iniciativa y el impulso a la negociación, como porque no es capaz de establecer el consenso -serio, global, estable- con nadie.
Las palabras del presidente Rodríguez Zapatero este fin de semana, más allá de la insistencia en los tópicos de la discusión actual, parecen confirmar que el PSOE no quiere reflexionar ni sobre su soledad parlamentaria ni sobre la necesidad de rectificar y negociar para que el rumbo sea distinto en el futuro próximo. Lo que de ningún modo se quiere tratar con los representantes de los ciudadanos en el Congreso se pretende hablar, al menos como recurso retórico de urgencia, con empresarios y sindicatos, organizaciones que, además de discrepar radicalmente, son más sensibles a intereses determinados que a la más amplia representatividad que podría suponer el acuerdo con otros partidos. Da por ello la impresión de que se trata de una disculpa. Si se toma como ejemplo la reforma laboral -aunque podrían valer otros-, la parálisis del Gobierno ha tenido varias fases. Primero, el absurdo: no es necesaria. Luego, la demagogia: no se va a aceptar el despido libre, que ninguna formación política proponía. Más tarde, la disculpa: hay que negociar el modelo no con los diputados, sino con empresarios y sindicatos, y como estos últimos no quieren…
Patriotismo por tanto y todos con el presidente. A veces, el patriotismo, como antes solía decir la izquierda con razón, es el ropaje con el que, sin ningún éxito, se quiere ocultar la desnudez intelectual.
Germán Yanke