En España los medios de comunicación nos tienen acostumbrados a que la corrupción noticiosa es la del adversario ideológico: los diarios conservadores magnifican la podredumbre del PSOE y minimizan la del PP, mientras los diarios progresistas actúan de modo inverso.
Tampoco se puede confiar especialmente en los dirigentes políticos; cuando no se aprestan, como los periódicos, a defender a sus correligionarios, se dan a la idea de que las urnas enjugan los delitos de los cargos públicos: «El juicio popular nos ha absuelto con un sobresaliente», afirmó el siniestro Carlos Fabra poco después de que el PP revalidara su mayoría en Castellón en 2007. No debería ser necesario recordarlo, pero las urnas otorgan legitimidad para formar gobierno y nada más: los delitos se lavan en los tribunales.
Ante este panorama, resulta saludable que una organización como Transparencia Internacional (TI) estimule el debate con encuestas no sesgadas, pues esa tolerancia ciudadana a la corrupción es una de las peores lacras de la democracia española. Según su informe anual, los ciudadanos perciben corruptos en grado parecido a los partidos políticos y a los empresarios, con un 29% y un 27% respectivamente. Una cierta ciudadanía audaz está, pues, al tanto de que allí donde hay un político que toma dinero antes de recalificar un terreno, hay un empresario que lo pone. Y siendo éste es un aspecto en el que los medios no suelen incidir, sólo puede obedecer a la lógica razonante de la ciudadanía.
Sin embargo, la inteligencia democrática de los ciudadanos se queda corta en otros aspectos cruciales. El Informe sobre la democracia en España 2008, de la Fundación Alternativas, cuyos autores investigaron el caso de 133 alcaldes sobre los que recaían sospechas de corrupción, reveló que el 70% mantuvo el poder después de celebrarse elecciones, algo que nunca ocurriría, por ejemplo, en Finlandia. Aún hay otro dato para la reflexión en el informe de TI. Cuando se pregunta a los ciudadanos sobre las medidas anticorrupción tomadas por los gobiernos, el 36% de los españoles las considera ineficaces, porcentaje que alcanza el 50% en Noruega y el 51% en Suecia y Alemania. Tratándose de países mucho más transparentes que España, la lectura es evidente: cuanto más limpiamente se administra el dinero de los ciudadanos, más exigentes son estos frente a las prácticas corruptas. Y viceversa: cuanto más extendida está la corrupción, menos perciben los ciudadanos su perversión intrínseca.
La cuestión es: ¿quién romperá el círculo vicioso? De los partidos poco se puede esperar, dada su propia implicación y su renuencia a la autocrítica. Pero, ¿qué ocurre con los medios de comunicación? Sólo el 9% de los españoles los percibe como corruptos y, sin embargo, se comportan en esto como si fueran apéndices de los partidos, aventando principalmente la corrupción de un lado y empleándola como arma arrojadiza en periodo electoral; más aún: jactándose incluso de las piezas cobradas tras las elecciones. Al hacer dejación de una función primordial de los medios -la contribución a la higiene democrática general- en pro de intereses partidistas, ¿no incurren ellos mismos en un sutil modo de corrupción?
Irene Lozano