Hay análisis muy simples. Por ejemplo esos que dicen que a la derecha le importa menos la corrupción de los políticos que a la izquierda; que por esa razón el PP tuvo votos a manta de Dios en Valencia y en Madrid, que el electorado del PSOE es más escrutador y severo con los suyos que meten la mano en la caja. Todo eso son pamplinas. ¿Recuerdan ustedes por qué margen ganó las elecciones José María Aznar en 1996? Por apenas 300.000 votos. Sin embargo, durante los años anteriores, bajo mandato del Gobierno de Felipe González y protagonizado por cargos públicos y de partido, la corrupción alcanzó niveles irrespirables: desde tráfico de influencia y compra de favores, hasta la llamada «guerra sucia». ¿Podría deducirse entonces que los electores socialistas «perdonaban» la corrupción? Evidentemente, pensarlo es poco perspicaz, y escribirlo, atrevido.
Los corruptos no son simpáticos, ni agradables, ni fidelizan a los electores. Ocurre que cuando el partido adversario instrumenta hasta la náusea la corrupción y trata de confundir la parte por el todo, se produce una reacción de acoso electoral que los simpatizantes del partido perciben como injusta y desproporcionada. Es verdad que la corrupción, todavía presunta, en el ‘caso Gürtel’ no ha pasado factura aparente al PP. Pero eso es debido, no a la complacencia del electorado popular, cuanto a la ineficacia estratégica de los socialistas, que han metido en el mismo saco a distintas personas con diferentes responsabilidades y han acabado por atribuir la corrupción al PP como tal. Rajoy deberá prescindir seguramente del senador y tesorero Luis Bárcenas, del diputado Jesús Merino y de ex europarlamentario Gerardo Galeote. El juez les atribuye indicios que el Supremo concretará. Y deberá suceder lo que ocurrió con Martín Vasco, López Viejo y Bosch en Madrid: suspensión de militancia, aunque mantengan el acta o escaño en la Asamblea autonómica. El caso de Camps es diferente: no hay indicios de otra cosa que no sean unos regalos (trajes) de los que no se deduce que el presidente de la Generalidad Valenciana dictase decisiones injustas u obrase ilegalmente. Veremos qué dice el Tribunal Superior de aquella Comunidad.
Dicho lo cual, ahí está el director del CNI -¿pesca y caza a costa del erario público o no?- que los socialistas habrán de aclarar; lo mismo que las subvenciones de Manuel Chaves a la empresa en la que trabajaba su hija Paula. No me parece que ninguno de esos comportamientos sea simpático a los electores del PSOE. Tampoco lo son a los electores del PP los de Bárcenas, Merino, López Viejo, Galeote, Martín Vasco o Alfonso Bosch. Ahora bien: las cúpulas de los partidos deben gestionar bien esos episodios sin acosar a la organización a la que pertenecen los presuntos corruptos, ni ofrecer la impresión de que millones de españoles votan a una organización que ampara delincuentes.
Hemos regresado a una época extraña y viscosa de corruptelas y corrupciones. Hay que cortar esta tendencia de forma ejemplar. Como lo han hecho en Gran Bretaña, donde los conservadores y liberales -también concernidos con gastos inicuos a cuenta de los ciudadanos- supieron manejar el tema con eficacia frente a la opacidad del Partido Laborista y el speaker de la Cámara de los Comunes. Definitivamente: es una solemne estupidez sostener que el electorado «premia» la corrupción. Por el contrario: lo que castiga es la ineptitud.
José Antonio Zarzalejos