Mir Husein Musavi, abiertamente del brazo con el ex presidente Mohamed Jatami, insta al Poder Judicial de Irán a que intervenga de una vez contra las tropelías policiales y parapoliciales a que son sometidos manifestantes y reformistas. Con toda la gama de matices aplicables, hacen caso omiso a las exigencias de Ali Jameini, baranda supremo del artefacto de poder que es la República Islámica de Irán, de que las manifestaciones cesen y se reconduzca todo a los cauces oficiales. Como el Guía Supremo de la Revolución no quiere el arroz de la protesta en la calle, Musavi y las grandes mayorías urbanas de Irán le ponen la protesta y la reclamación a calderadas. Y rechazan la idea de que el Consejo de los Guardianes arbitre respecto de las 646 concretas reclamaciones sobre irregularidades electorales presentadas.
Los reformistas no se fían ni de Jameini ni de su media docena de teólogos instalados en el Consejo de Guardianes. Quienes son jueces no pueden ser parte al mismo tiempo. Por eso la exigencia se reduce a una única demanda. La de que se anulen las elecciones del día 12. Pretensión así no tiene otro aval que el peso de la calle. Que el clamor de las manifestaciones que un día tras otro, y ya van seis, anegan las vías de las ciudades iraníes.
La última, de luto riguroso, en homenaje a los muertos causados por la policía y el somatén de Ahmadineyad -que tiene el inmenso rostro de decir que lo del día 12 fue «ejemplar»- y Jameini, al que el poder se le va de las manos por la protesta. Una respuesta que si no es la del entero país, sí incluye a más de la mitad, porque en ella están integrados también los partidarios de los otros candidatos (el ultraconservador Mohsen Rezai y el reformista Mehdi Karrubi), que se sienten asimismo estafados con los manejos de Jameini a favor de Ahmadineyad. Lo cual tiene sus riesgos muy graves porque la discrepancia alcanza, numéricamente, dimensiones críticas.
Pero el desafío de quienes, con Musavi al frente, exigen que se repitan las elecciones, está puesto sobre la mesa. Es todo un reto a la autoridad de Jameini, cuyo crédito institucional se desliza por la pendiente, cuestionando así la propia estabilidad del sistema. Están por ello las cosas en Irán de tal modo que sería un error entender como una trivialidad el comentario del presidente Obama al decir que no es tanta la diferencia entre el compacto Ahmadineyad y el reformista Musavi.
Pensemos que la aparente torpeza presidencial no haya sido tal cosa sino lo propio de un efecto pantalla, un subterfugio, para que los seguidores de Ahmadineyad y fieles a Jameini no puedan decir, como les está pidiendo el cuerpo, que la CIA está moviendo los hilos de las manifestaciones que siguen a Musavi. Puede tenerse sin embargo la certeza de que la marejada iraní ocupa en estos momentos el grueso de los análisis que puedan hacerse igual en el Pentágono que en el departamento de Estado. Tanto puede salir de la presente situación el desbloqueo espontáneo de la relación norteamericana con Irán y del tema nuclear como el enconamiento de todo si los reformistas fracasan en su empeño.
José Javaloyes