Impera cierto consenso en considerar que la acción decidida de los gobiernos evitó, mediado el otoño de 2008, que la economía mundial evitara un desplome cuyas consecuencias se prefiere no imaginar. Ha servido, entre otras cosas, para revalorizar el sentido de lo público, ciertamente desprestigiado en anteriores etapas de exceso de estatismo, no precisamente sobrado de eficiencia y brillantez. De entonces a acá, sin embargo, la actuación de los responsables políticos ha ido acumulando síntomas difíciles de asimilar.
En un plano genérico, muchos se preguntan qué ha sido de las pomposas declaraciones formuladas tras cada reunión del G-20 (+2), en las que se comprometieron y aseguraron inmediatas y profundas transformaciones en el sistema financiero mundial. No es extraño, teniendo en cuenta la evidencia de que todo parece haber vuelto a la situación previa al sobresalto, con la amenaza, cierta o presumida, de que las prácticas de hoy siguen siendo, si no idénticas, demasiado parecidas a las de los años previos. Por no cambiar, ni siquiera ha variado el papel desempeñado por las cuestionadas agencias de calificación de riesgos, pese a su no discutida incidencia en la gestación de todo lo que toca lamentar hoy.
La aparente futilidad de esas reuniones se percibe extendida a muchas otras. En esencia, da la sensación de que los líderes discuten sobre cuestiones de índole secundaria, sin atreverse o ser capaces de entrar a debatir y a ser posible acordar sobre lo que verdaderamente es fundamental.
A lo largo de la semana pasada, los líderes europeos se han sentado para abordar dos cuestiones trascendentes. De una parte, los máximos responsables de la eurozona trataron de afrontar la crisis de Grecia y sus implicaciones para el conjunto de las economías adheridas a la moneda única. Parecía una buena ocasión para entrar a dirimir y a ser posible solventar el fondo del asunto: el diseño mismo, con una política monetaria única, a cargo del independiente Banco Central Europeo (BCE), coexistiendo con dieciséis políticas fiscales libremente determinadas por los responsables de cada país asociado. Pero, visto el curso de los debates, tal posibilidad ni ésta ni se espera.
Acto seguido, los mismos dirigentes, junto a los de los otros once estados miembros de la Unión Europea (UE-27), dedicaron varias horas a sustituir la incumplida Declaración de Lisboa por la Estrategia 2020, en buena medida volviendo a situar para la próxima década los mismos objetivos trazados en la capital portuguesa el año 2000 y no alcanzados en lo fundamental. Y parece que la mayoría se quedó bastante impresionada por la aportación de Felipe González que, en su calidad de presidente del Grupo de Reflexión, puso sobre la mesa la necesidad de situar los saldos comerciales como uno de los parámetros básicos; en otras palabras, tanto o más decisivo que las balanzas fiscales va a ser la capacidad competitiva de la UE en el escenario global.
Mientras, en España, las arduas negociaciones entre el Gobierno y el resto de fuerzas políticas parlamentarias transmiten la sensación de estar discutiendo la dosis de analgésico a suministrar a un enfermo en riesgo de convertir sus dolencias crónicas en terminales. Ni una sola de las cincuenta y pico medidas propuestas en el amago de decreto-ley circulado desde el Ejecutivo tiene un perfil de reforma estructural: la mayoría atiende a cuestiones de administración y aplicación de simple sentido común. Cuesta entender, por tanto, que lleve tanto tiempo discutirlas… a no ser que cada quien esté buscando cosas distintas a lo que reza el papel.
Enrique Badía