A nadie puede sorprender que el presupuesto del Ministerio de Defensa sea víctima del drástico recorte que el Gobierno se ha visto obligado a imponer como consecuencia de los severos avisos recibidos de nuestros países hermanos y amigos. Que dicha reducción coincida con la semana de celebraciones que culminó el domingo 30 de mayo con el Día de las Fuerzas Armadas no pasa de ser una malhadada coincidencia.
Lo que no es casual es que, la misma semana en la que nuestros ejércitos son (o al menos deberían ser) objeto del homenaje y tributo de las instituciones y los ciudadanos, la ministra del ramo comparezca en el Parlamento para contestar una pregunta de la izquierda catalana y termine por hacer alarde de que nuestro presupuesto de Defensa es el tercero, empezando por la cola, dentro de la Unión Europea. Cuando menos resulta chocante que el responsable de un departamento gubernamental se sienta orgulloso de la escasez de aportación de fondos públicos a su área de gestión.
Claro que la anterior contradicción queda en la categoría de lo anecdótico si la comparamos con el hecho de que la actual responsable del Ministerio de Defensa manifestase en la época en que accedió al cargo su vocación pacifista, entroncando así con la tradición de su predecesor, el actual Presidente del Congreso.
En estas circunstancias, no es de extrañar que la publicidad institucional creada con motivo de la festividad de las Fuerzas Armadas gire en torno al mismo eje. En efecto, los anuncios en prensa escrita y en televisión narran la experiencia en primera persona de un oficial de nuestro ejército que explica que, con motivo de una misión humanitaria, su unidad se vio sorprendida por el fuego enemigo, al que tuvo que responder en igual medida. Hasta aquí estamos en un ejercicio de equilibrio políticamente correcto. Nuestros soldados se ven implicados en una acción con fuego real, pero siempre en el ámbito inmaculado de la misión humanitaria. A continuación el oficial que protagoniza la publicidad nos explica que se vio forzado a solicitar apoyo aéreo pero, finalmente, desistió de recabar el refuerzo de los helicópteros, toda vez que, como consecuencia de su intervención, podrían terminar por producirse víctimas civiles. He aquí nuestro pulcro concepto de lo militar como una ONG uniformada que frecuenta los escenarios bélicos pero, eso sí, sin producir daño alguno a la población.
Suponemos que la tarea sucia de hacer la guerra, con sus muertos, heridos, sangre, dolor y destrucción debe reservarse con carácter privativo al ejército de Estados Unidos, dado que dicho país tolera mejor el horror de la realidad al tiempo que es un blanco más propicio para la crítica ácida y, si tampoco allá fuesen capaces de soportar lo que la CNN retransmite, siempre se podría dejar el trabajo en manos de Blackwater u otra corporación de mercenarios. Al fin y al cabo lo importante es tener claro que el mal está en los otros.
Comprendo que estos pensamientos encontrarán rechazo en muchos lectores que abogarán por un esfuerzo de diplomacia, hermanamiento y comprensión entre los países. Nada hay en mi pensamiento que esté en contra de tales principios. Pero si consideramos que, en pleno éxtasis de autocomplacencia finisecular, los europeos protagonizamos hace escasamente una década la vergüenza de la limpieza étnica y el genocidio en el corazón de nuestro continente, en mitad de la más absoluta impotencia, y tuvimos que recurrir una vez más al auxilio de las tropas entrenadas al otro lado del Atlántico -por tercera vez en el mismo siglo- habrá que concluir que el análisis debe ser algo más profundo.
Nuestra sociedad hedonista, autocomplaciente y temerosa, no quiere ni por asomo sufrir la pesadilla de los aspectos más sórdidos que la defensa de nuestra forma de vivir puede llevar aparejados. Preferimos contemplar el desfile de la Unidad Militar de Emergencias imaginando que nuestros soldados son una variante cualificada del cuerpo de bomberos.
Pero la realidad es otra. Nuestros ejércitos tienen encomendada la misión constitucional de garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Para ese fin se forman nuestros soldados, oficiales y suboficiales, en dicho empeño se ejercitan y entrenan periódicamente y a tal propósito se comprometen, según la vieja fórmula, hasta el punto de derramar la última gota de su sangre. Y no hace falta ser ningún retrógado belicista para valorar dicha labor y homenajear a los hombres y mujeres que se consagran a la misma. Sin ir más lejos, el vicepresidente de Estados Unidos -nada sospechoso de militarismo unltraconservador-, durante su última visita a España y rodeado de miembros de una de nuestras unidades militares implicada en las operaciones bélicas en curso, manifestó sin pudor sentirse orgulloso de estar en compañía de tan valerosos guerreros. Pues eso.
Juan Carlos Olarra