El otro día hablábamos de los posibles candidatos del PSOE como tema recurrente para animar las cenas del fin de semana. Debo decirles que tengo más cenas y más recursos.
Como ustedes saben mejor que yo, últimamente se ha puesto de moda eso del picoteo. Por lo menos como primer plato. Esto favorece la comunicación y crea un ambiente amistoso que permite cierta confianza para preguntar y despejar incógnitas sobre temas que uno mantiene en alguna nebulosa. Es un ejercicio de humildad que no contiene malas intenciones.
Mí última pregunta fue: ¿Me podéis explicar para que sirve el Senado?
Las sonrisas nerviosas ya me indicaron que mis amigos no lo sabían pero que se iban a esforzar en contestar pese a que tampoco ellos lo tenían claro. Por lo cual me preparé para escuchar divagaciones realizadas con la mejor voluntad.
Recientemente el presidente del Senado intentó acceder a una ceremonia que se celebraba en el Teatro Real y los conserjes le reclamaron la entrada pues no le reconocieron. Ésta es una señal más de un estrepitoso fracaso de comunicación que alcanza a la institución, su función e incluso a sus titulares.
Les voy a contar mi visión del Senado. Y digo bien visión pues es una imagen, siempre la misma. Ya saben ustedes el valor de la imagen sobre la palabra, el cual incluso se ha cuantificado en
“más de mil palabras”. Esta cantidad la juzgo excesiva, pero hoy este asunto no toca.En dicha imagen, el presidente del Gobierno, sea quien sea, sentado así como de lado, con la cabeza girada con grave riesgo de sus vértebras cervicales, escucha al portavoz de la oposición en el Senado, que siempre dice lo mismo que ya le ha dicho el jefe de la oposición en las Cortes, pero con la particularidad de que el del Senado se sitúa detrás y en alto, con lo cual sus reproches tienen un cierto aire taurino. Concretamente son esos lances llamados de castigo que se denominan “trincherazos”, los cuales son el preludio del estoque y, si es necesario, el posterior descabello.
Por ello tengo muy claro que el Senado sirve fundamentalmente para marear a los sucesivos presidentes del Gobierno. Ya sea por repetición de los temas, por luxación cervical o por mimetismo taurino. Con lo cual podemos convenir que el llamado síndrome de la Moncloa puede ser realmente el síndrome del Senado.
Supongo que los senadores, que son algo así como doscientos y pico, podrían renovar la decoración y tal vez, para ganar espacio, deberían reducir el personal aprovechando uno de esos recortes que se han puesto de moda. Todo para preservar la salud física y psíquica de personas que tienen tan altas responsabilidades. Por supuesto.
Por lo demás no tengo otra opinión. De verdad. Mis amigos tampoco.
Paco Fochs