viernes, noviembre 22, 2024
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Contra todo mal

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Leyendo a Jorge Semprún en sus memorias publicadas a través de una larga colección de libros aprendí a comprender, además de la dimensión política del Holocausto, la tragedia humana que se encuentra encerrada tras las cifras y las grandes palabras que, con el paso del tiempo, se han convertido en símbolos importantes -aunque muchas veces huecos e incapaces de reflejar por sí mismos su auténtico alcance- de una maquinaria diseñada por el partido nazi para destruir íntegramente a un pueblo.

Semprún no es judío. Era, en los años de la Segunda Guerra Mundial, un militante comunista que participaba junto a otros muchos españoles republicanos del exilio en la resistencia francesa contra la ocupación y contra el vergonzante Gobierno títere de Vichy. Semprún era un guerrillero, un maqui, un partisano que luchaba para liberar a Francia de una ocupación que había convertido al país en una inmensa cárcel. Cayó en manos de las SS y fue deportado a Alemania.

Cuando los americanos liberaron Buchenwald, el campo donde pasó preso el resto de la guerra, se hizo visible a la humanidad el terrible genocidio al que él había asistido como testigo, día a día, durante su cautiverio. Cuenta en sus libros cómo en las noches frías de invierno se elevaba sobre el helado campo del Ettesberg, por donde en su día paseaba el alma inmortal de la cultura alemana Goethe, que vivía en la cercana villa de Weimar, una columna de humo abriéndose a la inmensidad de la noche. Era el humo y la ceniza en que los terribles hornos crematorios del campo convertían los restos humanos de los judíos asesinados implacablemente jornada a jornada.

La memoria viva de Semprún, como la de Primo Levi y otros supervivientes que han reflejado el dolor y la tragedia de lo que el pueblo judío conoce como la Soah, nos enseña con su testimonio la cruel atrocidad a la que puede conducir la locura del fanatismo llevado hasta sus últimas consecuencias.

Entre una pandilla de criminales psicópatas y un pueblo anestesiado, fueron capaces de sembrar la Europa de los años treinta y cuarenta de odio y muerte. Finalmente, a la hora de la llamada solución final, el genocidio era una industria con planteamientos de optimización de recursos y otra suerte de procedimientos que se reflejaron con horror en el juicio contra el lugarteniente de Himmler, Eichmann, celebrado en Jerusalén en los años sesenta. Hannah Arendt describió aquella impecable actividad destructiva como el paradigma de la banalización del mal.

No creo que se pueda dejar de recordar esa pesadilla como uno de los mayores traumas de la humanidad. En aquella ocasión, el Holocausto fue el espejo donde se reflejó el lado más terrible de la condición humana: la que se expresó por los que participaron en el ritual del mal y también por los que mostraron un silencio escurridizo y necesariamente complaciente con los criminales.

Creo que cuando hablamos de Palestina podemos decir abiertamente que se produce un genocidio terrible, criminal, bárbaro, sangrante e injustificable. No creo que por mucho que el pasado haya endurecido el corazón de ese pueblo, sean capaces sinceramente de tolerar la barbarie que el Gobierno de Israel -el de hoy, el de ayer y me temo que el de mañana– practica contra un pueblo que vive el sufrimiento criminal y carcelario tal y como sucede en Gaza, en los campos de refugiados, o en el exilio terrible que sufren millones de palestinos durante aún más tiempo que lo hizo el pueblo judío víctima del nazismo.

Sé que una cosa es el sionismo y otra el pueblo judío. Y quiero seguir haciendo conscientemente esta distinción. Es cuestión que para que podamos seguir rindiendo homenaje al dolor de la historia de sufrimiento del pueblo judío, éste se ponga de una vez en pie y se rebele contra el sionismo gobernante que mata, mutila y extermina. Quizá para animar esa rebelión ética del pueblo judío deban leer con ojos abiertos y comprensivos el relato de Semprún, Primo Levi y los otros autores que con su supervivencia han dejado muestra del terror. Uno muy parecido al que sufre hoy el pueblo palestino.

Lo merecen las víctimas palestinas de hoy y las víctimas judías del pasado.

Rafael García Rico

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