Dr. Frankenstein: ¡Qué asqueroso trabajo!
Igor: Podría ser peor.
Dr. Frankenstein: ¿Cómo?
Igor: Podría ponerse a llover
[Se pone a llover].
(El jovencito Frankenstein)
El cielo debe de estar enfadado con Barack Obama.
Había sido probablemente la peor semana de su presidencia hasta el momento, a merced su Administración de los acontecimientos: el fracaso a la hora de tapar el vertido del Golfo, la crisis económica en Europa, las nuevas tensiones con Irán y Corea del Norte, el escándalo en ciernes de la oferta laboral hecha por la Casa Blanca a Joe Sestak y, por último, la mortal intervención por parte de Israel de una misión de ayuda a Gaza.
Entonces se puso a llover.
Obama se disponía a dirigirse a una multitud congregada en el Abraham Lincoln National Cemetery de Illinois con motivo del Día de los Caídos (ya había indignado a algunos veteranos al saltarse la ceremonia anual celebrada en Arlington) cuando los cielos se iluminaron con una intensa tormenta eléctrica. Tras cancelarse el acto, la comitiva de Obama se vio obligada a detenerse en medio de una autopista cuando uno de los todoterreno que transportan a los consejeros de la Casa Blanca sufrió un reventón. Finalmente, Obama pronunció su discurso del Día de los Caídos ante un hangar vacío casi por completo de la base Andrews de las fuerzas aéreas.
Los funcionarios de la Casa Blanca despertaron un martes casi soleado, al menos hasta que llegó el momento de que el secretario de prensa, Robert Gibbs, presentara su informe diario. Minutos antes, los nubarrones se cernían siniestramente sobre la Casa Blanca. En cuestión de segundos de comparecencia de Gibbs, los cielos rompieron a llover.
Ben Feller, de Associated Press, preguntaba a Gibbs por qué Obama no había hecho «una declaración más contundente» denunciando el abordaje israelí de la flotilla de Gaza. En la sala de prensa se escuchó el chasquido del trueno.
Gibbs hablaba del fallo de la ‘operación Top Kill’ de BP para cortar la fuga de petróleo en el golfo. Otro rumor de trueno llegaba con un diluvio. A través del ventanal de la sala de prensa, se podía ver a los jardineros de la Casa Blanca refugiándose bajo los toldos plásticos.
«¿Considera el presidente respaldar al menos los llamamientos internacionales a levantar el bloqueo de la Franja de Gaza impuesto por fuerzas israelíes?». Relámpago.
«Había estadounidenses a bordo. ¿Dispone de alguna información relativa a si alguno de ellos salió herido?». Más relámpagos. El camino de entrada a la sala de prensa se había convertido en un pequeño arroyo.
No hay que buscar el significado de los fenómenos meteorológicos para llegar a la conclusión de que el presidente y su equipo se han visto arrastrados por acontecimientos más allá de su control. Esta primavera, 40 aniversario del discurso del «gigante impotente» del presidente Richard Nixon, ha llegado a unos Estados Unidos que parecen impotentes y dignos de compasión -no a causa de los comunistas de Vietnam sino porque no podemos detener la fuga de petróleo, no sabemos controlar a Israel y no podemos controlar la crisis de la deuda que se extiende por Europa-.
En cada uno de los casos, Obama es más espectador que culpable, pero es un triste consuelo mientras las crisis modifican su agenda y debilitan su presidencia. Tras el chaparrón del Día de los Caídos de Obama, algunos miembros de prensa de la Casa Blanca equiparaban la postura del presidente con la escena de El jovencito Frankenstein descrita arriba, cuando el personaje de Gene Wilder, profanando tumbas con su ayudante Igor, está atrapado en una tormenta en el momento en que Igor menciona la lluvia.
Obama iba a reunirse con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, el martes, pero “Bibi” canceló el encuentro y volvió a casa para atender una crisis propia. En su lugar, el presidente dedicó su atención a la debacle del vertido petrolero. Compareciendo en la Rosaleda con los líderes de su nueva comisión del vertido petrolero, ofrecía nuevas fórmulas duras sobre BP y la posibilidad de presentar cargos criminales. «Hemos exigido a BP que pague los daños, y nos vamos a asegurar de que cumplen», decía, añadiendo su promesa de «llevar ante la justicia a los responsables».
El presidente se mantuvo fiel a su guión -no leía del discreto teleprompter de costumbre sino de dos grandes pantallas de televisión-. El tamaño de la fuente era tan grande que su audiencia podía seguir el texto. Pero los periodistas estaban más interesados en la actualidad desde Israel. «¿Alguna declaración sobre lo de Oriente Medio?». Jake Tapper, de ABC News, gritaba tras el presidente en retirada.
Obama ignoraba los gritos, pero Gibbs no. La prensa le insistía acerca de la discreta respuesta a la violencia de Gaza, la ineficaz respuesta al vertido petrolero y la respuesta inconsistente a las preguntas acerca del puesto ofrecido a Sestak a cambio de conservarle en los comicios al Senado en Pennsylvania.
Peter Baker, del New York Times, preguntaba si el vertido petrolero significaba o no que el resto del programa de Obama «cojea».
«Una de las cosas que hemos aprendido durante todo este tiempo aquí», respondía Gibbs, «es que no se eligen los sucesos a los que te enfrentas, y el presidente no tiene ese lujo. Incluyendo la lluvia de ayer».
© 2010, The Washington Post Writers Group
Dana Milbank