He visto, una vez más, a una anciana rebuscando en los cubos de basura de una avenida madrileña. Su imagen me ha recordado un suceso, acaecido años atrás, cuyos pormenores les relataré de manera sucinta.
Mientras paseaba por París de regreso a mi hotel después de una jornada de visita a la ciudad, una señora deambulaba por la calle cerca de un establecimiento de comida rápida. Decidió entrar en el restaurante y la seguí. La mujer vestía una fina americana marrón, insuficiente para paliar el frío de la gélida noche parisiense. Sus pies, calzados por unas zapatillas de deporte hechas jirones, dejaban ver la blancura de su piel. Quise invitarla a cenar, pero rechazó mi ofrecimiento, traté de darle el dinero que llevaba en mi cartera, pero también lo rehusó. Sólo miraba, con sus grandes y expresivos ojos, mi plumífero verde.
Con un elegante giro de cabeza comenzó a mirar a los clientes que se encontraban en el local. Tal vez buscara un momento en el que nadie la observara, quizá estuviera asustada, acaso se sintiese avergonzada por verse obligada a mendigar. Yo no sabía muy bien qué pensar ni qué hacer. Con su expresión apacible y sin apartar la vista de mi prenda de abrigo, se acercó a mí y me susurró que aceptaría el dinero porque tenía hambre. Extendió su mano y yo deposité en ella los francos que portaba en mi billetera. Recordé que en la habitación de mi hotel me esperaba no sólo el calor del aire acondicionado sino también un armario lleno de ropa. Me quité el plumífero verde para dárselo pero la mujer de nívea piel apartó mi brazo porque no quería que la vieran recibiendo limosna. Me encaminé hacia la puerta, ella me siguió y con expresión sonriente me pidió disculpas. Le respondí que era yo quien rogaba su perdón por mi torpeza.
Al día siguiente regresé al mismo lugar, con la prenda en mi mano, para remediar mi falta de tacto, para dársela sin que ese acto dañara su dignidad, cerciorándome de que nadie se percatara de su angustia. Esperé en la calle, largo tiempo, inútilmente.
No sé si nuestros políticos disponen, en su fondo de armario, de un plumífero verde, pero animo a quien no lo tenga a que se compre uno sin más demora. En Logroño, en Barcelona, en Sevilla o en cualquier otra ciudad española, cada día hay más personas como aquella mujer de París o como la que rebusca hoy en los cubos de basura de una avenida madrileña. Ojalá un día sepamos comprender en el momento preciso -para luego es tarde, yo lo sé bien- nuestros “tal vez, quizá, acaso” y no acallemos el clamor de nuestro corazón, cuyo lenguaje siempre es certero.
Mariam Budia