Esta semana sin duda pasará a los anales de la historia económica como el paradigma de la reducción del gasto público en Europa, cuyo símbolo indiscutible es el hachazo al Presupuesto alemán que ha pegado la canciller Merkel y que toca fibras vitales, como el despido de funcionarios públicos. En esta misma línea España está sometiendo a revisión de la autoridad protectora la primera parte de su plan de ajuste, al que sin duda seguirá una no menos enérgica reforma laboral y eventualmente una reestructuración -por usar un eufemismo- de nuestro sistema público de pensiones.
Ahora bien, en medio de esta vertiginosa y virtuosa carrera de la austeridad, no debemos perder de vista cuáles son los efectos previsibles y deseables de tales políticas y cuáles no. Y es que a la vista de la política de comunicación del Gobierno y de algunos medios de comunicación, parecería que la ecuación directa es sacrificio a cambio de relanzamiento económico y crecimiento del empleo. Pero lo cierto es que, aunque la reducción del gasto público que estamos acometiendo es absolutamente imprescindible, no es la solución al problema, ni siquiera el inicio de la solución, sino tan sólo una condición sin la cual la posibilidad de la recuperación económica no se puede siquiera vislumbrar. De hecho, es probable que, de tener algún efecto directo e inmediato, el recorte del gasto público afecte de forma negativa al crecimiento y por ende al empleo. Entonces, se dirán algunos, ¿están equivocados los gobiernos que lo impulsan para propios o extraños? Francamente no lo creo.
Abordemos la cuestión con un ejemplo microeconómico referido a la actividad privada. Es muy frecuente que una empresa decida en un momento dado abordar una política de reducción de gastos. Normalmente dicho recorte se orienta a partidas que se consideran superfluas o prescindibles, en cantidad o en calidad. Así, por ejemplo, se limitan los pedidos de material de oficina a lo puramente esencial, se eliminan cuentas de gastos y tarjetas corporativas, se modifican las condiciones de viaje de los ejecutivos y empleados… Todas estas medidas se adoptan básicamente con un fin que es el de mejorar la competitividad relativa de la empresa respecto a sus oponentes en el mercado. Ser capaces de ofrecer lo mismo con un menor coste es la mejor garantía para competir eficientemente. Ahora bien, cualquier responsable empresarial sabe que la política de reducción de gastos, aunque tremendamente positiva, no garantiza la viabilidad de la empresa, que al final necesita vender sus productos o servicios para obtener un beneficio y asegurar su futuro y el de los que la integran. La reducción de gastos tiene un límite, por debajo del cual la propia continuidad de la empresa se vería amenazada. En consecuencia, toda política de austeridad empresarial debe ser el principio de un conjunto de medidas cuyo objetivo sea hacer crecer las ventas.
Pues bien, en el ámbito público ocurre en cierto modo lo mismo. El problema es que la dinámica viciosa del déficit y la deuda pública llevan a los responsables políticos a la ilusión de que el gasto público, a diferencia del privado, puede crecer ilimitadamente. En circunstancias como la actual se pone de manifiesto que ello no es así y entonces no queda otro remedio que abordar el recorte del gasto. Pero debemos tener muy presente que dicha reducción por sí misma no va a relanzar nuestro crecimiento ni mejorar las espantosas cifras de desempleo. Debemos adoptar inmediatamente medidas que mejoren nuestra competitividad, desde la referida dinamización del mercado de trabajo, hasta una profunda reforma del sistema educativo, pasando por una efectiva apuesta privada y pública por la innovación tecnológica y la excelencia empresarial, sin olvidar la mejora en el funcionamiento de los servicios públicos. Porque la condición de la reducción del gasto, aunque suponga un enorme sacrifico, no es en sí misma la solución, y no podemos confiar a ella únicamente el futuro de nuestra economía.
Juan Carlos Olarra