Parece que, pese a las valoraciones un tanto estrambóticas de los sindicatos, la huelga de empleados públicos del pasado martes no fue realmente un éxito. En la colección de crisis que atesoramos, la de las organizaciones sindicales, que es antigua, no es la menor. Su papel preponderante en la vida pública de estos años venía de la mano del presidente Rodríguez Zapatero, que los ha utilizado como demostración de su teórica preocupación social, y, sin él, resulta que no son lo que parecía ni a la contra. Tras la huelga, sin embargo, se sigue planteando otra, general, quizá para octubre, más hoy como medida de presión ante la reforma laboral anunciada que como protesta por lo que todavía no ha ocurrido y, dicen voluntariosos unos y otros, se sigue negociando. La presión, desde el martes, es menor, aunque se haga a partir de ahora mucho ruido.
La huelga, o su mero anuncio, tiene su utilización política, de todos modos. Ayer mismo, el diputado catalán Duran i Lleida la planteaba como la prueba del algodón para comprobar que la reforma es tan profunda como se necesita. No debe tener muy buen concepto de los sindicatos el portavoz de CiU, que los considera refractarios a lo razonable. Otros políticos de la derecha, ya el mismo día de la limitada huelga de funcionarios, prefieren insistir en el ambiente de protesta más que en el contenido de la misma, como si cualquier barullo sirviera a sus intereses o, en la versión para menores, a la constatación de que las cosas están tan mal como ellos dicen. Cuando el debate se atasca en estas cuestiones, hay poco debate.
Tan poco que el presidente, ante una reforma tan fundamental, parece querer obviar que el decreto que la apruebe si no hay acuerdo entre la patronal y los sindicatos tiene que ser validado por el Congreso. De hecho, Duran i Lleida, que se muestra partidario de negociarlo con el Gobierno, aseguraba ayer que quizá está última noche podrían iniciarse algunas conversaciones. Y Mariano Rajoy se quejaba de no tener información sobre lo que el presidente había dicho que ya estaba perfilado, a lo que éste responde que ya le informará y que sabe lo que tiene que saber. No hay, al menos hasta ahora, debate y, además, es una jaula de grillos.
El presidente Rodríguez Zapatero tiene que enfrentarse a la realidad parlamentaria y negociar con seriedad éstas y las reformas que se avecinan, por mucho que le moleste la mirada de soslayo de los grupos opositores. Es su responsabilidad y no puede dejar todo a expensas de alguien que se apiade de él en el último momento o que pretenda sacar partido de un apoyo forzado. Lo difícil de entender es por qué no se decide, salvo que sea otra prueba del desconcierto en el que se ha instalado.
Germán Yanke