Jorge Luis Borges, como los dioses griegos, parecía inmortal, pero levantó el vuelo el 14 de junio 24 años atrás. Nacido en Buenos Aires hace 111 años, sigue presente. Mientras escribo, mi memoria recupera su rostro de líneas nobles, sus agotados ojos mirando a lo lejos, y una sonrisa dibujada en los labios.
Borges consideraba al Uruguay como parte de su vida y, por ello, hombres y paisajes de la Banda Oriental (como le gustaba decir) están presentes en sus cuentos y en su poesía e incluso hasta en reseñas literarias. Con sus recuerdos de este lado del «río de sueñera y barro», como decía, edificó un mundo a su gusto. Baste recodar que, desde su juventud, Borges caminó por las calles “con luz de patio” de Montevideo y se bañó en los arroyos rápidos de Salto. Y en la juventud, que es tanto un período de soledad como de amistades fervientes, hizo amigos uruguayos entrañables. Hay, entonces, un Borges oriental.
Hace años, durante un diálogo que mantuvimos precisamente en Montevideo, me dijo: «Yo soy medio oriental. Mi abuelo, el coronel Borges, nació en Montevideo. Inició su carrera militar a los catorce años. A los dieciséis estuvo en la batalla de Caseros, en la Cuarta División Oriental, de César Díaz. Y luego se hizo matar en una batallita en Buenos Aires. De modo que él era oriental, y tengo bastante sangre oriental por los Haedo y los Lafinur. Me he criado en Buenos Aires, en Palermo y Adrogué, y en Montevideo, en temporadas largas, en los veranos de aquella época, que duraban como tres meses. Así que quiero mucho a Montevideo, a mis amigos orientales, al hotel Cervantes, donde vivía Emilio Oribe y había un cinematógrafo».
A la sangre sumó afectos. Una y otros constituyen acaso el motivo esencial de esos diversos homenajes, alusiones y referencias que hizo a los uruguayos: ahí está Funes el memorioso, cuya vida transcurrió en Fray Bentos, en Río Negro (Uruguay); y el compadrito Benjamín Otálora, protagonista de El muerto, quien inició su vida hacia la muerte parando una artera puñalada en un cafetín del Paso Molino, en Montevideo. En el cuento Avelino Arredondo, Borges registra el único magnicidio de la historia del Uruguay. Y, por cierto, tenemos las referencias, en variados cuentos, a escritores orientales como Enrique Amorín, Emilio Oribe, Pedro Leandro Ipuche o Susana Soca. Y, en fin, en su Milonga para los orientales, escribe: «Milonga que este porteño/ Dedica a los orientales,/ Agradeciendo memorias/ De tardes y de ceibales».
Por otra parte, en su poema Montevideo, escribe Borges: «Puerta falsa en el tiempo, tus calles miran al pasado más leve./ Claror de donde la mañana nos llega, sobre las dulces aguas turbias./ Antes de iluminar mi celosía tu bajo sol bienaventura tus quintas./ Ciudad que se oye como un verso./ Calles con luz de patio».
Parece evidente que el escritor sentía intenso placer en la recuperación de esas impresiones, a las que dotaba de una trascendencia emocionada. El Montevideo de Borges es un rescoldo de la memoria; algo parecido ocurría con Buenos Aires y su tiempo, detenido en estampas de compadritos. Acaso la cultura no sea otra cosa que invención y melancolía. De esa manera logró cristalizar en palabras una realidad, sin que ésta se viera menguada, acrecentándola con la cita de una antigua verdad o una dicha olvidada.
Borges no fue infiel a sus imágenes orientales, en una especie de eterno retorno de antiguas visiones, y a ella les añadió una distancia infinita y un dolor personal. Es decir: arte. Ello explica en toda su obra que su voz nos siga hablando, ramificando sus sueños. Gracias, maestro.
Rubén Loza Aguerrebere