En las últimas semanas se ha generalizado el análisis comparativo internacional de las más diversas realidades y circunstancias que afectan a la vida y hacienda de los españoles, a través de la enunciación negativa como la que encabeza este artículo.
España no es Grecia, se repetía insistentemente hace pocas semanas, entre la angustia y el pánico, con el fin de subrayar que nuestra situación económica, sobre todo en lo referente a la deuda pública y el déficit, era notablemente diferente. La verdad es que la apelación se quedó en algo de voluntarismo, porque las enormes diferencias entre la economía hispánica y la helena no eran el objeto de la discusión. El problema era si los mercados veían con la misma suspicacia los resultados del descontrol de las cuentas públicas en Grecia que en España y si, consecuentemente, los organismos internacionales y la UE exigirían a la segunda las draconianas medidas demandadas a la primera. A estas alturas todos conocemos el desenlace de esta trama. Al final resultó que España no era Grecia pero, en términos castizos, como si lo fuera, y en ello estamos aún.
En estos días también se dice que España no es Bélgica y que Flandes no es Cataluña. De nuevo suena como una suerte de desiderátum cargado de dramatismo en medio del caos provocado por el retraso en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña -por cierto, que la afamada presidenta del órgano podía haberse aplicado en los tres años precedentes con el denuedo y la creatividad de los que hace gala en los últimos días para desbloquear la situación- y la iniciativa de consulta popular recientemente lanzada desde la Asamblea catalana. La realidad es que las fuerzas nacionalistas catalanas con representación en el Parlamento español (CiU, PSC y ERC), en todo o en parte, constituyen un elemento condicionante de las mayorías de apoyo a los gobiernos de España desde 1993, con excepción de la segunda legislatura de Aznar, sin necesidad de obtener el resultado electoral de la derecha separatista flamenca. Por otra parte es evidente que tales fuerzas políticas suponen una abrumadora mayoría del Parlamento de Cataluña, como los independentistas lo son en las antiguas tierras de nuestros tercios y que, sea por razones tácticas de coyuntura electoral, sea por motivos estratégicos que quieren afectar a la esencia de las cosas, continúan de forma decidida su singladura con un tenso rumbo separatista cuyo destino final es incierto incluso para sus propios pilotos que, avezados en tales lides, son tan conscientes de la variabilidad del viento y demás condiciones meteorológicas como de la necesidad de tomar ventaja de las mismas en cada momento. O sea, que España no es Bélgica pero, a efectos prácticos, puede terminar dando lo mismo.
Lo que es desde luego evidente es que España no es el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Ha bastado la fugaz visita del hombre del momento, el flamante y deseado viceprimer ministro Nick Clegg a nuestro país, para que la Pérfida Albión nos recuerde su permanente doctrina en lo referente a Gibraltar: que el Reino Unido no aceptará ninguna modificación del estatus del Peñón que no sea admitida expresamente por los ciudadanos La Roca, como a ellos les gusta llamarlo. La constancia y uniformidad en la postura de los británicos, independientemente de las caras y del color de su Gobierno en los últimos trescientos años, contrasta con la errática trayectoria de los responsables españoles de asuntos exteriores, llena de quiebros y, fundamentalmente, de cesiones que el adversario ha aprovechado de forma inteligente, desde Castiella hasta nuestros días. Y precisamente porque España no es Gran Bretaña, Gibraltar jamás volverá a ser español.
Juan Carlos Olarra