Lo que tiene haber dado muchas vueltas por el mundo es que uno puede decir con orgullo que también tiene muchos amigos. Esa pequeña muestra de la población de nuestro país, representada en los más cercanos, da para hacer algún análisis, por poco científico que parezca, sobre lo que ocurre en esta nación de propietarios hipotecados. Da para ver lo mal que lo han pasado algunos durante estos últimos meses, y cómo han acabado en la calle cobrando poco o sin recibir nada; sirve para comprobar lo sencillo que resulta cerrar una empresa y montar otra al día siguiente, dejando en la cuneta a trabajadores y proveedores sin más consuelo que la rabia contenida. Uno se pregunta si éste es el modelo económico que los mercados nos imponen. Si los cambios a introducir en nuestras reglas de convivencia deben ir orientados a la desaparición de las mismas, esperando que la ley de la selva obre el milagro cuyo ejemplo es imposible encontrar en ningún lugar del mundo.
Con el asunto de la reforma laboral encima, hay una pregunta que atormenta a muchos con insistencia: ¿por qué siendo tan complicado como dicen despedir a un trabajador hemos llegado a esta cifra de parados? La respuesta, por simple, no deja de tener su miga, máxime cuando lo que se debate es rebajar todavía más la indemnización por despido. Abaratarlo, seguramente en la esperanza de que cuando no cueste nada echar al currito en el momento que deje de servir, eso animará al empresario a contratar en masa. Complicada ecuación. Mucho miedo en el ambiente.
Lo único cierto es que recortando derechos de los trabajadores lo único que lograremos será un mercado laboral bastante menos garantista. Trabajo precario. Inseguro. Pero, cuidado, el que no se siente seguro, no consume. Curiosa forma de iluminar a los países en los que hablar de esos mismos derechos es poco menos que delito. En este asunto nadie quiere ser la luz de Occidente, ni de Oriente, donde niños de pocos años cosían -y probablemente cosan- balones para gloria de nuestro deporte rey. Quizá sea ése el mercado laboral al que aspiran los mercados financieros, y por eso a más de uno también le sobran los sindicatos. Pero, en un país de propietarios, donde cada hipoteca es sinónimo de triunfo personal y un buen coche en el garaje nos coloca en la cúspide social… ¿Quién necesita un sindicato?
Ion Antolín Llorente