Juan de Mesa no podría haber imaginado en 1620 que su obra cumbre, Jesús del Gran Poder, se convertiría muy pronto en el icono de la Semana Santa de Sevilla y el motivo de la devoción de millares de creyentes en toda España. La soberbia escultura del artista cordobés, su sobrecogedor barroquismo y la expresión de sus facciones han hecho de la basílica de la plaza de San Lorenzo, en pleno corazón de la ciudad, lugar de peregrinación y penitencia de gentes de todo el mundo que rezan absortos ante la representación más cruelmente real, y al mismo tiempo sobrehumana, de Jesús camino del Calvario cargando el pesado madero de la cruz. Todas las madrugadas del Viernes Santo, cuando el andar racheado de los costaleros avanza con el paso de Cristo por las calles, el bullicio del público se acalla y en medio del silencio absoluto aparece el Señor del Gran Poder. Se puede escuchar hasta el crepitar de los cirios, nadie se mueve, suspendido el ánimo ante el magnetismo de esta prodigiosa obra de arte.
En pleno mes de junio se ha repetido en Sevilla esa manifestación popular de fervor. Un loco o lo que sea agredió a la imagen en su camarín, le partió un brazo e intentó derribarla, sin conseguirlo gracias a la intervención de un policía de paisano presente en el templo. No nos detendremos en los pormenores del sacrílego atentado porque lo que importa es que la talla en madera no sufrió daños irreparables, y al tercer día resucitó nuevamente expuesta a la devoción de los sevillanos. Un auténtico río humano ha desfilado durante todo el fin de semana por la basílica para besar las manos del Señor en íntimo acto de desagravio a la gratuita ofensa cometida por un descerebrado.
La sensación general fue de estupefacción nada más conocerse la noticia, como lo fue en los años ochenta cuando milagrosamente la sagrada imagen salió indemne del incendio ocasionado por la acumulación de cirios votivos a sus pies o cuando hace menos la talla tuvo que ser sometida a una ardua y delicada intervención para reparar los desperfectos ocasionados por el tiempo y los agentes ambientales. Nada de lo que ocurre al Gran Poder le es ajeno al pueblo sevillano, religiosa, cultural y antropológicamente unido a una de las más excelsas figuraciones del Redentor en su martirio. Suele ser un lugar común el hecho de afirmar que gentes muy diversas, creyentes o no creyentes, sienten inmenso respeto por el significado de esta imagen que Juan de Mesa elevó ciertamente a la categoría de deidad. Pero es lo cierto, y cualquier observador independiente puede constatarlo en la madrugá sevillana por excelencia.
La reflexión surge espontánea: ¿cómo es posible que se pueda estar debatiendo sobre la supresión del Crucifijo en las escuelas cuando se dan en nuestra sociedad muestras tan significativas de afecto y apego a los símbolos más queridos del pueblo? Sinceramente creemos que la convivencia con otras confesiones minoritarias no debería inducir al legislador a borrar de nuestra historia tradiciones enraizadas en el común de los españoles, la inmensa mayoría de los cuales no siente el menor rechazo a la presencia de la Cruz. El ejemplo que acaban de dar los sevillanos acudiendo en multitudes ante el Señor del Gran Poder debería ser un referente muy válido antes de tomar decisiones que van contra los más hondos sentimientos populares. ¿De verdad hiere a alguien que el Crucifijo esté presente en la toma de posesión de los ministros ante el Rey, la cúspide de cuya Corona está rematada por la Cruz? Ganas de crear conflictos donde no los hay.
Me esfuerzo en imaginar cómo será un funeral civil y se me antoja que nadie se reconocerá en ese remedo de oficio litúrgico sin cura. Salvo la expresa petición de los deudos, no hay motivo para suplantar una ceremonia que forma parte de las costumbres en España por un acto descafeinado. Conozco a personas agnósticas que no se rasgan las vestiduras por tener que asistir en la iglesia a la misa de difuntos. Pero conozco a muchas más, creyentes, que verían impropio encomendar el alma de su pariente o amigo en el ámbito de unas exequias civiles.
Naturalmente que se podrá legislar sobre todo ello, y como demócratas debemos asumir el resultado de la voluntad colectiva formulada por la soberanía nacional en las Cortes Generales. Pero también es de sentido común mirar al pueblo antes de embarcarse en normas contrarias a los sentimientos más compartidos. Y acaso que los proponentes de la inminente Ley de Libertad Religiosa se hubieran dado una vuelta por la sevillana plaza de San Lorenzo, aunque sus creencias no les hubieran permitido entrar en la basílica a besar las manos del Gran Poder.
Francisco Giménez-Alemán